sábado, 28 de noviembre de 2015

Amor al vicio




            Faltaba poco para que entrase la noche. Las luces de la ciudad se encendían por turnos y el centro empezó a verse como un parque de diversiones de luces y colores llamativos. Gracias a estas, las personas continuaban en sus habituales actividades, y no sentían la necesidad de escapar del peligro nocturno.
            Entre ellos se encontraba un muchacho de veinte cinco años llamado Héctor, quien caminaba con las manos en los bolsillos de su bermuda de color azul pastel, con la brisa en contra y con un cigarrillo en la boca dejándole a los de atrás una bruma de humo asqueroso que debían respirar así no quisieran. Con sus gafas de sol protegiéndole los ojos de las luces artifíciales, observaba maravillado, la colección de partes femeninas que se paseaban ostentosamente por la calle; entre grandes senos, piernas largas y nalgas levantadas, se aprovechaba de sus lentes oscuros para pasear sus ojos sin problema por donde lo deseara. En pocos segundos el cigarrillo se le terminó. Había tomado este hábito desde los quince años, creyendo que se vería con más seguridad y estilo al llevar uno entre los dedos. Desde ese momento, no paró de fumar y ahora las porciones de cigarrillos por día aumentaron considerablemente entre ocho y diez.
            Héctor se sentía un chico afortunado y a la vez desafortunado. Primero, agradeció haber nacido con ciertas características atractivas para los demás. Entre ellas su hermosa fisonomía; con una mandíbula proporcionada y perfecta que hacía de su barba castaña y larga el punto con que enganchaba a muchas mujeres y su cuerpo alto y musculoso lo convertían en un hombre irresistible. Por otro lado, aborrecía el hecho de haber nacido de padres pobres; no tenían dinero y debido a las deudas, estos no podían consentir a su pequeño hijo con sus exigencias. Por suerte, la adultez llegó y se valió por sí mismo. Olvidó estudiar, solo vivía de las fiestas que preparaban sus amigos y de las salidas a bares y discotecas.  
            La hora de reunión se acercaba; estaba seguro que aquella sería otra gran fiesta inolvidable. En el camino se empezó a sentir desnudo, algo muy importante le faltaba. Había muchas mujeres hermosas caminando por la acera así que se vio obligado a encender otro cigarro. Buscó entre sus bolsillos y obtuvo una caja arrugada y vacía. Sin dinero para otro más, no podía volver a pedirles a sus amigos, pues ya lo había hecho tantas veces que estos le dijeron que olvidarían la deuda si dejaba de pedirles más cigarros. A un costado de la acera observó una tienda de víveres y otras cosas. Entró dando un rápido vistazo  alrededor; había solo tres clientes y el vendedor. Perfecto para hacer lo que iba a hacer. Él sabía muy bien, que nadie sospechaba de su cara de hombre rico hijo de papá y mamá, cosa que le proporcionaba una gran ventaja. Con el tiempo, además de volverse un perfecto adicto a la nicótica,  se había vuelto también un perfecto ladrón; sus manos eran tan suaves como la seda que nadie sentía cuando la introducía al bolsillo o a la cartera para sacar el efectivo y las tarjetas. Así conseguía lo que deseaba.
Caminó unos pasos hacía una chica que estaba delante de las neveras de bebidas. Héctor aprovechó su distracción y metió delicadamente su mano en la cartera louis vuitton de color marrón con pequeños estampados dorados. Ágilmente tomó el monedero y se fijó que la chica solo tenía tarjetas y nada de efectivo. Devolvió el objeto a su lugar, sin que nadie se diera cuenta. La mujer no se había fijado de su presencia cuando ya había elegido la bebida y girado en dirección al mostrador. Se alejó. Héctor suspiro decepcionado y ya empezaba a sentir nerviosismo. No había nadie más a quién robar y la hora de reunión ya se acercaba. No le quedó otra opción que aplicar el plan B.
Tomó una bolsa de caramelos. Se encontraba solo en ese pasillo. Abrió la nevera y cautelosamente agitó una bebida con gas dejándola a medio abrir; ésta estallaría en cualquier momento por la presión que empezaba a ejercer sobre el envase. Caminó sin prisa hacia el mostrador para pagar, se quitó los lentes y los puso sobre su cabeza aparentando que revisaba su teléfono celular. Sin embargo, estaba viendo la caja de cigarros que permanecían nuevos e inmóviles a espaldas del vendedor; allí estaban, tan cerca y a la vez tan lejos. Sus manos sudaban, deseando tener uno entre sus dedos. Recordaba su calidez y su aroma. El perfecto aroma que tranquilizaba sus demonios y sus miedos. Quería encenderlo y aspirar todo el humo que se había convertido en el aire para sus pulmones. Estaba empezando a sentirse mareado, a irritarse y a perder la concentración ¿por qué? Necesitaba aire, pero no el aire natural sino el de la nicotina, tenía que alimentarse pronto.
El hombre desatento,  registró los caramelos en el marcador de precios. –¿Esos son caramelos de Estados Unidos? –. Preguntó Héctor inquieto –Es que siempre hay imitaciones y son muy malas –Completó quisquillosamente. El vendedor vio el paquete confundido, buscando en alguna parte la palabra que indicase el lugar de procedencia. En ese instante, el envase de la bebida estalló fuertemente, haciendo que el sonido retumbara en todo el lugar y los allí presentes se echaran al suelo.
–¿Qué fue eso? –preguntó el vendedor con los ojos abiertos como cd´s compactos.
–Parece que la nevera explotó –contestó Héctor fingiendo sorpresa –Es mejor que vaya a revisar para evitar algún incendio.
            El hombre afirmó y se salió del mostrador dando grandes pasos hacia el pasillo de las bebidas. Era la oportunidad de su vida, estaba sudando y temblando. Héctor saltó el mostrador y cayó sin fuerzas del otro lado, tumbando con sus piernas un pequeño estante de chocolates. Se levantó apurado, sin aire. El vendedor y los otros clientes escucharon el ruido. Observaron al joven de cabello castaño y ropa cara tomando con desespero las cajas de cigarros. Tenía las manos rebosadas, cosa que le impedía saltar nuevamente el mesón y mucho menos correr. No tenía aire. Sus manos temblaban. Estaba angustiado. Dejó caer todas las cajas a excepción de una. Rasgó el papel transparente con los dientes. Quitó otro y lo abrió, miró esperanzado la boquilla del cigarro y se lo puso entre los labios. No podía respirar, sus pulmones pedían a gritos aire. Su corazón se había disparado a millón. Fuego. ¿Dónde había fuego? Paseó la vista a todas partes. Dónde había un maldito encendedor. Los espectadores se acercaron hacia el hombre, mirando conmocionados el desespero que se desbordaba por sus ojos. –¡Fuego!–Gritó Héctor, y se desplomó sobre el suelo. Sin aire y sin vida. Sus pulmones se habían cerrado y su deseo desmesurado por el humo gris hizo que su corazón reventara desesperado.  

domingo, 9 de agosto de 2015

El pago




Mi nombre es Rebeca, solo Rebeca, sin apellido ni segundos nombres. Este es suficiente para que me identifiquen y diferencien. Soy de las que creen que nuestros nombres nos representan perfectamente. Por tal motivo siento que Rebeca me pertenece, tanto como yo a ella. Hay muchas Rebecas en el mundo, pero ninguna como yo. Este nombre representa fuerza, perseverancia e inteligencia. Lamento saber que en el mundo existen otras Rebecas que no hacen mérito a su nombre. Pero ya eso es problemas de ellas.
         Me he tomado todo el vaso con agua. Esto de cavar hoyos es agotador; muy distinto de como lo muestran en las películas; la tierra es dura y casi arruino mis manos, me duele la espalda y los dedos. Alcancé una profundidad considerable, al menos caben dos cuerpos; uno encima del otro. Parece un hoyo de principiante, pero lo importante es desaparecer los cadáveres. No me mal interpreten, que no estoy loca y mucho menos soy una asesina; simplemente soy Rebeca, una mujer trabajadora, que se esfuerza día a día para conseguir de manera justa y honrada las cosas que deseo y que necesito. Entonces ¿Por qué voy a enterrar un cuerpo? De hecho son dos. A pesar de ser una mujer fuerte e inteligente, Rebeca también es un ser humano y tiene todo el derecho de molestarse y de reventar en cólera.
         Todo sucedió hace pocas horas en el que regresaba de trabajar en el horario habitual. El tráfico estaba pesado y el clima húmedo pero fresco. Podía lidiar con eso, sí, ya era la costumbre, por  ello solía utilizar ropa no tan ajustada ni tan abrigada. Salí de la larga fila y a varias calles de llegar a casa me fijé que dos hombres en una moto empezaron a seguirme. Confieso que al principio casi entro en pánico y freno el auto, pero me decidí a dar unas vueltas por allí para despistarlos o cansarlos. Mi plan había dado resultado. Ya había oscurecido por completo. Regresé a  casa agotada y hambrienta. Debía prepararme la cena y servirle la comida a Aeon, mi gatita siamesa de tres años; le encantaba dormir y a mí que fuese independiente en varios aspectos, sobre todo para el horario tan poco flexible que tenía. Recalenté la comida de ayer en el microondas y le di sardinas a Aeon quien se las comió casi sin masticar.  
         Con una copa de vino, empecé a cortar el bistec encebollado y la ensalada de lechuga y tomate. Mientras degustaba sin ánimos la carne seca y dura, escuché un fuerte ruido en la puerta principal. Siendo demasiado tarde, alce la vista y me di cuenta que los dos hombres de la moto habían entrado a la casa. Me levanté de un salto con el corazón y las entrañas apretadas. Miré al primero que dio largos pasos hacia el comedor y con un arma de fuego en la mano me empezó a apuntar. En cuanto la vi, me puse pálida y fría del terror, como una muerta en vida. ¿Qué querían? La única idea que se me venía a la cabeza, por más horrible y dolorosa que sonara, debía aceptar y resignarme a la posibilidad de ser violada por dos completos desconocidos que amenazaban mi vida.
         Al principio no entendía sus gritos; solo escuchaba zumbidos provocados por mi terror. Luego comencé a comprender. Levanté las manos y las puse detrás de la nuca, me arrodillé y esperé aterrada un golpe o el disparo. –¿Dónde están las joyas y el dinero?–. Gritó el segundo muy amenazante. No pude diferenciar sus rostros, porque estaban cubiertos con pañoletas. Tampoco sé sus nombres, así que decidí llamarlos: Grito y  Pistola.
         Grito era corpulento, con manos y brazos grandes para llevarse los aparatos electrónicos. En cambio, Pistola era delgado y hábil; lo suficiente para revisar todos los cajones y las esquinas más diminutas en pocos segundos. Entre gritos y amenazas me llevaron a la sala. Aeon desapareció –y no exactamente para buscar ayuda–. Estaba sola y me las tenía que arreglar sola. Mientras transcurrían los segundos que poco a poco se hicieron minutos, descarté aliviada, la idea de la violación. Los dos hombres estaban absortos buscando las cosas de valor. Bajé los brazos y continué observándolos de rodillas sobre la alfombra de terciopelo gris. Pistola de vez en cuando me echaba un ojo para vigilar que no me moviera de mi lugar. Me quedé quieta mirando como dos hombres desconocidos me arrebataban de manera fácil y rápida todo lo que me había costado conseguir con trabajo y preparación.
         No me considero una materialista, sé muy bien que los objetos se pueden reponer, pero, hay algo que si me enfureció a sobremanera; tanto que llegué hasta un punto donde no me importó la amenaza del arma que esporádicamente Pistola apuntaba hacia mí. La idea de que estos dos desconocidos robaran el tiempo y el esfuerzo que dediqué para conseguir todo esto, utilizando solo la fuerza y la violencia me hervía la sangre.
Entonces me hice la pregunta, ¿por qué les costaba tanto trabajar, estudiar o conseguir las cosas como la gente normal lo hacía? ¿Qué derecho tienen ellos de robarme? El miedo poco a poco se fue enfriando como una taza de té caliente en la Cordillera de los Andes. Lentamente empecé a sentir un odio voraz por Grito que llevaba la portátil debajo del brazo y luego sentí  el mismo odio por Pistola, quien tenía las manos rebozadas con mis joyas. No era por las joyas o por la portátil, ni por la lámpara en el suelo, ni la escultura rota; todo era por su aprovechamiento descarado, por su idea de que las cosas se obtienen gratis, sin esfuerzo, sin tiempo, que pueden tener todo a cambio de nada. –¡Malditos!–. Dije dentro de mis entrañas que se contraían con la rabia. Grito dejó las cosas dentro de un morral negro y subió al otro piso para buscar más objetos de valor. Pistola se había olvidado de mí, al parecer estaba muy concentrado en la búsqueda de mi billetera. –¿Dónde está el dinero?–. Preguntó dándome la espalda. Solo un completo imbécil le da la espalda a su víctima.  Aproveché ese momento; la ira me consumía. Tomé la escultura de cuarzo con forma de sol y luna. Estaba cerca de mí; lo suficiente como para tomarla y levantarme con rapidez. Tomé la luna por una punta y me levanté ciega de ira. Llevé la escultura hacia atrás y con fuerza clave, con precisión, la punta de la luna menguante en el cráneo de Pistola.  Éste apenas pudo reaccionar cuando escuchó mi grito de ataque. Solo alcanzó a ver mi rostro, escuchar mi grito y sentir la menguante luna clavándose en su cráneo. El joven se desplomó sobre el suelo, lanzando chispeantes gotas de sangre alrededor. Tomé el arma de Pistola ente sus dedos rígidos; el golpe había hecho que sus músculos y articulaciones se contrajeran. A pesar de la sangrienta escena no me entró el mínimo remordimiento ¿Por qué debería si me estoy defendiendo? Ellos están pagando por pensar que las cosas se consiguen sin nada a cambio. ¿Acaso nunca aprenderán que las cosas aunque digan gratis, tienen un precio? Siempre tendrán un precio, es la ley de la vida, es la Naturaleza de la nada, del todo, de los humanos y hasta de las bestias.
Mi mano se amoldó con perfección a la empuñadura.  Sabía lo que tenía que hacer: apuntar, disparar… apuntar, disparar. Escuché los pasos pesados de Grito chocar contra los escalones. –Escuché un ruido– dijo dirigiéndose a su muerto amigo. Al verlo corrió inmediatamente hacia él sin fijarse en mí, que permanecí en el otro lado de la sala. –Él se lo buscó– dije después de unos segundos observándolo llorar. Grito se apartó del cuerpo y me miró con rencor y profunda ira; igual que yo a él. Levanté el arma y le apunté. Los dos sentíamos mucha rabia, pero sabíamos perfectamente de quién es la culpa; sabemos los dos, quién nos había puesto en esa posición. Grito apenas movió una pierna y un tiro se escapó del arma; no porque me haya sorprendido, al contrario, ansiaba por dentro que se moviera, que me diera un motivo para dispararle. Le di en una pierna y cayó arrodillado. Me di cuenta que no era más que un hombre corpulento con grasa, hueso y músculos envueltos en una piel sucia y repugnante. Sea el nombre que tenga, no le hace justicia, como yo, Rebeca, que también significa valiente y decidida.
Grito me miró resignado, su odio se disolvió en cuanto la bala le quemó el hueso. Ahora tenía miedo, miedo de su víctima que ya era su victimario. ¿Eso cambió mi odio? ¿Cambió los papales en el ojo de la justicia natural? No lo creo –él se lo buscó– y por ello –él se lo merece–. Volví a disparar. La bala entró en su pecho, justo en el corazón. Cayó fuertemente en el suelo  y se revolvió de dolor, como un pez al que acabaron de sacar del agua. Me sentí muy bien, la rabia se había ido con esa última bala. Me había liberado del odio y de la ira que esos dos desconocidos me habían provocado. Volvió la calma, el hambre y el cansancio. Así transcurrió la noche. Fue cuando hice justicia por mí misma. Sus vidas no valen nada para esta sociedad; para los que trabajan y se esfuerzan todo los días de sus vidas.
El hoyo es de principiante como había dicho al principio, pero perfecto para los dos cuerpos. No estoy preocupada. Nadie sabe que ellos entraron a mí casa, ni que me siguieron; ellos mismos se aseguraron de eso: de que nadie los viera o escuchara.
Dejé a Pistola dentro del hoyo. El siguiente era Grito pero se me complicaba con su cuerpo pesado. Necesitaba más fuerzas así que esperé y volví a calentar el bistec en el microondas, me dediqué a continuar comiendo ya que los muertos pueden esperar, el hambre no. 

miércoles, 5 de agosto de 2015

La pintura maldita



          

         Hacia una mañana de otoño, paseaba bajo la bruma escaza y un cálido sol. Me cubrí con un pequeño abrigo y salí a caminar. Me sentía abrumada, melancólica, molesta y extraña, es inusual andar con estos sentimientos a la vez, pero así me sentía y debía encontrar la manera de cambiarlos o al menos controlarlos. Me encontraba en un momento pleno de mi vida; en la cúspide de la montaña más alta del mundo. Tengo todo lo que una persona desearía: dinero, un buen trabajo, una hermosa casa y un marido amoroso. Las personas a mi alrededor me recuerdan constantemente lo exitosa que soy, sé que muchos se alegran por mí y a otros les corroe la envidia. Sin embargo, yo no me sentía así, al contrario, algo dentro de mí estaba vacío. Caminé durante largas horas, intentando despejar la mente y tratando de comprender qué era eso lo que necesitaba ¿por qué me sentía así? Hay ciertas preguntas que no tienen respuestas y justo me tocó una a mí. Busqué entre páginas de libros de autoayuda, también pedí ayuda a varios psicólogos, quienes al final, solo me confundieron más. Tengo ganas de gritar, pero me controlo; desde pequeña me entrenaron para controlarme y ya no lo puedo evitar, gritar en plena calle sería vergonzoso, aun así mi cuerpo lo desee, no está bien. Continué mi recorrido con la luz natural y los árboles frondosos que se acomodaban a los lados de la acera. En ese instante, crucé una calzada y al otro lado empezaba la plaza de la ciudad, había caminado por varias horas y no me sentía cansada, al contrario, quería seguir caminando. A lo lejos observé a un artista urbano haciendo retratos con lápiz grafito.  Me acerqué para mirar más de cerca. Los dibujos eran fantásticos, tenían un magnífico parecido con los originales. –Perfectamente deleitables observar el rostro de alguien sin que te observe a ti–. Inmediatamente le pregunté al amable artista si podía retratarme –el dinero no era problema–, tenía suficiente para que me retratara hasta que envejeciera. Me pareció interesante saber cómo los demás me veían y más, si se trataba de un ojo tan experto como ese artista.
         Con suma amabilidad me explicó el costo y el tiempo. –¿Tiempo real o por encargo?–, preguntó. Indiqué que me agradaba el de tiempo real, no quería volver a casa tan pronto. El hombre, tan amable y atento, me indicó el taburete donde debía sentarme mientras preparaba todo su material para iniciar el trabajo. Había una considerable distancia entre los dos. El caballete estaba en medio,  pero igual tenía visibilidad hacia mí. Tomó inspirado un viejo lápiz para iniciar el bosquejo, su mirada era sensible y profunda; como la de cualquier artista amante de su profesión. Trazó diminutas líneas sobre el papel y luego levantó la mirada hacia mí. Entonces, imaginé que había visto un fantasma, porque su mirada había cambiado totalmente, ahora tenía asombro y miedo. Me giré asustada, creyendo que alguien estaba detrás de mí, pero no era así, los transeúntes caminaban de un lado a otro sin fijarse en ese pequeño espacio de arte. Le pregunté si todo estaba bien, pero continuaba aterrado y mirando hacia mi hombro sin poder pronunciar palabra. Se levantó y tomó el bastidor del caballete y lentamente lo acercó hacia mí. –Llévelo con usted– dijo –es gratis, se lo regalo, por favor no me haga daño–.  Aún me miraba con mucho miedo. No comprendía sus palabras –¿Hacerle daño?– balbuceé confundida. Me levanté inmediatamente y exigí una explicación, pero de nada sirvió. El artista tomó sus cosas como pudo y me dejó ahí con el bastidor a medio empezar en la mano. 
         Eché a andar, pensando en un lugar para botar el objeto inservible que inexplicablemente me dejó el artista. De regreso me arrepentí y me pareció que lo mejor era guardarlo para contar ese extraño suceso a cualquier invitado que lo viera. Entré al departamento. La nota de Luis continuaba en el mesón: –Llegaré tarde, te amo–. En el living aparté un cuadro pequeño y viejo de un paisaje con pintura de óleo en el que resaltaban unas montañas y un cielo azul y perfecto –aburrido–. A continuación, colgué el dibujo, sin enmarcación, tal y como lo había recibido y me fui a dar una ducha.
         Horas más tarde regresé al living, lista para verme con mis amigas. Entonces me di cuenta de algo extraño que estaba en la pintura. Una mancha negra se había plasmado en el centro del perfecto cuadrado blanco. No era tan grande ni tan pequeña, tenía el tamaño de una moneda de diez centavos. Busqué atenta en los alrededores alguna posible grieta por donde se haya deslizado la gota negra, pero todo estaba en orden. Al volver al recuadro, me fijé, asombrada, que la mancha ya había duplicado su tamaño. Sin comprender, lo separé delicadamente de la pared, pero no encontré ningún derrame o filtración.  Lo dejé. No tenía miedo, pero si curiosidad. Empecé a crear hipótesis en mi cabeza: la primera: el artista aplicó una pintura invisible que se hace visible luego de un corto tiempo y segundo, se ensució en el recorrido y hasta ahora no me había dado cuenta. Me doy vuelta, recordando que debía salir rápido para no llegar tan tarde. Tomé mi bolso y las llaves del auto, entonces, observé hacia el bastidor que ya no era blanco, sino negro. La mancha negra cubrió, en pocos segundos la mitad de todo el cuadrado. Se movía, sí. Parecía brea cayendo hacia arriba y a los lados. ¿De dónde salió?  Incapaz de salir de mi absoluto asombro. Me paralicé al comprender que aquella sustancia desconocida, empezaba a salirse de los límites para recorrer la pared que la sostenía. Di unos cortos pasos hacia adelante. Sumamente sorprendida. La sustancia empezó a cubrir con rapidez las luces y las ventanas. No tuve tiempo de reaccionar. Entonces, me quedé a obscuras, sin poder ver nada. Intenté caminar con pasitos cortos, recordando en mi cabeza, el recorrido hacia la puerta. Pero, algo me dijo que estaba dando vueltas hacia ninguna parte. Permanecí calmada hasta que algo me heló la sangre. –¿A dónde vas?– dijo una voz femenina acompañada de horribles ecos. La ignoré atribuyéndosela a mi subconsciente. Continué caminando ciega y sudorosa. Llegué hasta una superficie sólida que palpé con las manos. Las deslicé creyendo que había llegado hasta una de las ventanas. La recorrí de arriba abajo, entonces, me paralicé al tocar algo que no era superficie plana. Aquello tenía una textura arrugada, áspera y a la vez de piel viva. Entonces, empecé a sentir una leve brisa golpear mis mejillas. –¿A dónde ibas?– volvió a preguntar la voz muy cerca de mí. No tenía a donde ir. Me puse rígida e intenté dar varios pasos atrás. En ese instante, sentí que algo se subía por mis pies. Con un alarido de horror, levanté uno y otro dando leves saltitos. Sabía que era la sustancia negra que empezaba a arroparme la piel. –Me perteneces y ya es hora de que te tome– escuché en un eco aterrador y luego una risa espantosa y malévola le siguió. El líquido ya había alcanzado mis hombros y empezó a quemarme, intenté pelear y apartarla, pero era imposible. Grité con muchas fuerzas. Caí al suelo revolcándome por el dolor insoportable y las paredes volvían a ser las mismas de antes.

El dolor pasó, me levanté lentamente y me di cuenta que no había ventanas, ni muebles, ni puertas, ni nada; todo era tan blanco y puro que provocaba vomitar. Algo no estaba bien en mí. Sentía que algo me faltaba, me sentía desnuda y fría. Bajé la mirada y volví a gritar con terror en mi más profundo ser. No tenía piel, a la vista estaban mis músculos y la sangre derramándose entre ellos. Miré a la presencia, tenía tres ojos tan rojos como la sangre pura, su boca era tan grande que las comisuras de sus labios alcanzaban los lóbulos de sus orejas y sus colmillos eran pequeños y filosos como agujas. No tenía nariz, pero si dos cavidades huecas que daban visibilidad a la masa asquerosa que cubría su cráneo amorfo. La observé vestirse con mi piel. Con la piel que me había robado; como si fuese una braga de constructor. Dio unos pasos lejos de mí y en un instante desapareció. Más adelante, observé el living desde una perspectiva extraña; veía todo desde arriba. La presencia apareció del otro lado del bastidor y con mi aspecto, tomó el bolso y las llaves del auto. Me miró por un momento y luego sonrió maliciosamente. Ya no veía sus ojos rojos, ahora veía los míos castaños pero con mucha malicia y odio. Fue cuando entendí que estaba atrapada y que me dejé manipular y robar mi identidad por ese ser malvado que estaba dentro de mí. El demonio que intenté encerrar por tanto tiempo, desde pequeña. El demonio del que me había olvidado al fin consiguió, por medio del retrato inacabado, salir, atraparme y apoderarse de mi vida perfecta. Qué tonta fui al aceptarlo, fui tan tonta al no deshacerme de él. Ahora estaré encerrada para siempre, como una vez lo estuvo ella y no habrá ningún otro artista dispuesto a pintarla, porque no será capaz de mirarle a los ojos. 

sábado, 25 de julio de 2015

Anónimo




        –En una semana estará terminado y listo señor Gonzales –. Prometió Enrique López al respetado señor que permanecía sentado al otro lado de la mesa con su traje de ejecutivo caro. El restaurante siempre se llenaba al medio día; era la hora establecida  para que los empleados de las oficinas de alrededor almorzaran. El señor Gonzales afirmó con un leve gesto de la cabeza. Deseaba tener el manuscrito en las manos. No había conocido en todo su trayecto laboral, a un escritor tan brillante como Enrique, quien es conocido con el seudónimo de E.M.  Gonzales estaba feliz y le gusta estar feliz. Las ventas del último libro: “Las mariposas sin alas” amasaron una fortuna para la editorial y eso, le ponía muy contento. Ésta fue la obra más solicitada por el  público y ahora pedían a gritos y casi con desespero la segunda parte. Gonzales tuvo que apurar al autor y aprovechar el entusiasmo del público. No podían perder esa oportunidad, así que debían seguir explotando y cavando en esa pequeña mina de oro.  –Muy bien –comentó Gonzales después de tragar el café bien negro como a él le gustaba –Debemos aprovechar la emoción de la gentes –explicó a López –Así que ya sabes, nada de salidas y a escribir mucho… espero  el manuscrito en mi escritorio el miércoles a las diez de la mañana –. Gonzales se levantó dejándole propina al camarero y un sabor amargo en la boca a Enrique, quien no se quejó pero si estaba preocupado por el corto tiempo del plazo.





            El editor se fue y Enrique esperó unos minutos para pensar y calmarse. Se levantó y caminó hasta su auto nuevo, un BMW; muy atractivo a la vista y placentero al estar dentro conduciéndolo. Nunca en la vida se imaginó que estaría allí, en la cima del mundo, y todo gracias a unas novelas que detesta. Nunca le gustó la trama, ni siquiera le gusta leer, mucho menos escribir. Entró a la autopista y a pesar del corto tiempo de entrega, no podía borrar su sonrisa de satisfacción y plenitud. Imaginar que con un solo libro publicado con el nombre de  E.M se convertiría en un bestseller. Por supuesto él no lo escribió. Pero nadie lo sabía y se estaba encargando de mantenerlo en secreto.

            Dejó el auto en un estacionamiento privado y caminó otras pocas cuadras hasta la casa. Cada vez que llega, le entran unos deseos inmensos de mudarse. Detestaba la fachada, el jardín, los vecinos.., una completa pocilga que compartía con su esposa, pero no podía mudarse de un día para otro, eso levantaría las sospechas de muchos y por sobre todo las de Elena. La mujer que había escrito todo y que hizo posible su buena vida.

Desde que se casaron, Enrique mantuvo un horrible trabajo como contador en una multinacional de telecomunicaciones y ella era secretaria en una oficina de bienes raíces. Aunque el dinero era escaso, el amor, de alguna manera, sobrevivía con ayuda del sexo ocasional y las pocas veces que se veían y compartían aquella “pocilga”. Sin embargo, algo en la relación hizo que se convirtiese en una cotidianidad absurda y aburrida. Enrique deseaba los lujos que la gente en la televisión se jactaba de tener; autos lujosos, casas en la playa, casa de verano con piscinas, jacuzzis y otra variedad de cosas que su deplorable sueldo no podía comprar. Mientras que Elena deseaba formar una familia más sólida viéndole más a menudo y teniendo un bebe. Pero su esposo, tenía la cabeza enfocada en otras cosas.
            Enrique recordó esos momentos de pobreza y sintió las llaves del auto en el bolsillo de su pantalón, sonrió levemente y abrió la puerta principal. Se prometió que en cuanto estuviese listo el manuscrito, dejaría esa casa y a Elena para irse a vivir la vida que se merecía y tanto deseaba. Entró. Casi vomitó con el olor a mueble viejo y desgastado que estaban en la pequeña sala. Sintió ganas de patear el más grande de todos; con el que más se tropezaba en las mañanas de salida  y en las tardes de entrada, pero se contuvo. Escuchó los mensajes de la contestadora. Luego se fijó en varias cartas de admiradores. No entendía cómo daban con su dirección, aquello no estaba bien. Tenía que ser lo más precavido posible para que Elena no se diera cuenta. Eran cinco sobres con distintas direcciones de origen. Las abrió y se sentó en el desaliñado mueble que deseaba patear. Una de las cartas le pedía que Ana, Guillermo y Fernar, terminasen en amistad. Enrique sonrió levantando una ceja. ¿Quiénes eran ellos? Se preguntó. No leyó el libro ¿Para qué? Arrugó la carta y los sobres. Los echó a la basura y dejó de sonreír.

            Lanzó un largo suspiro. Caminó entre el angosto pasillo hasta la última puerta y hurgó entre sus bolsillos del pantalón y la chaqueta. De ésta sacó una llavecita plateada.  Encajó con la cerradura de la manija, apartó el seguro con un click  y abrió la puerta.

 –¿Está listo el libro?–
Preguntó volviendo a cerrar la puerta con total calma y sumo cuidado.  

            Elena no le escuchó entrar. Desde hace varias semanas dejó de distinguir los sonidos que se manifestaban en las afueras de la habitación. Estaba sentada delante de la máquina de escribir, con la cabeza recostada en la mesa acompañada por una lámpara de luz blanca. Levantó la cabeza inmediatamente, asustada por la inesperada llegada de su esposo. –Aún no– contestó tímidamente irguiéndose y colocando las manos sobre las teclas y la vista en la hoja blanca. –Lo quiero para el miércoles, Gonzales me está apurando. –explicó él quitándose los zapatos y la corbata. –deja de dormir sino tengo ese manuscrito perderás la oportunidad de tu vida. –. Ella no dijo nada. Solo lo miraba cambiarse de ropa en silencio.

       Sabía que debía terminar el segundo libro, para que la editorial lo publicara y así ella comenzaría su carrera de escritora. Así se lo había explicado él cuando volvió de entregar el manuscrito al concurso. Comprendía el interés de  Enrique por ayudarla y hacerla que se concentrara en la novela. No la dejaba salir, ni hablar por teléfono. Había comprado una máquina de escribir para que no se distrajera con el internet; al principio le había costado mucho adaptarse a las levantadas y duras teclas de su nueva máquina de trabajo, pero con el pasar de los días, se volvió toda una experta. A pesar de todo el interés de su esposo por hacer que se concentrase, estaba empezando a sentirse asfixiada, deseaba salir un rato y sentir el sol y la brisa. Mirar a otras personas, escuchar otros sonidos que no fuese el de la cerradura y la puerta. El primer día en que le pidió que la dejara salir, liberó a una bestia que no tenía idea que existía. Enrique se volvió loco acusándola de no querer trabajar por su futuro, de que todo lo que estaba haciendo; el sacrificio y las horas convenciendo a la editorial para que considerasen su obra, se estaba yendo a la mierda. Elena se sintió culpable. –Tonta Elena–. Le calmó prometiéndole que no saldría hasta que terminase y así lo estaba cumpliendo. Permanecía enfrascada en la historia, absorta en el mundo que había creado y en los diálogos de sus personajes. A veces pasaba días enteros sin comer y otras veces, noches enteras sin dormir. Lo estaba logrando, pronto terminaría la obra y su carrera de escritora se dispararía al éxito. Cada vez que deseaba dejarlo todo y salir corriendo para no volver más, se obligaba a recordar que desde pequeña deseaba publicar sus historias. –El trabajo valdrá la pena– se decía y volvía a presionar las teclas que ya había ablandado por el uso.

–Estoy trabajando lo más rápido que puedo.
Explicó sin dejar de mirar la hoja en blanco.

Enrique terminó de cambiarse y afirmó satisfecho. –Así se hace– dijo. Intentando darle ánimos. Tenía que mantener el engaño. Había dejado de sentir amor hacia esa mujer tan desaliñada como el mueble de la sala. Pero al menos a ésta si podía sacarle provecho. A pesar de no ser creativo ni un gran orador, se felicitó por su audacia en la mentira. Agradeció el día en que ella le había pasado el primer manuscrito, pidiéndole que lo llevase a un concurso de literatura en el periódico de la ciudad. El trabajo no le daba el tiempo para hacerlo ella misma. Él de mala gana, tomó el sobre y fue. Sin embargo, se equivocó de dirección y terminó en las puertas de la editorial que patrocinaba el concurso. Una mujer lo atendió y él le explicó que estaba allí para entregar un manuscrito. La hermosa secretaria de cabello negro y blusa blanca, asintió levantándose para entrar a una de las oficinas. Luego de varios segundos, le dijo que pasara. Enrique confundido, dio varios pasos tímidos hacia el gran despacho. Al entrar, observó al señor Gonzales votando unos papeles de golosinas a la basura –pasa Robert– dijo distraído. –Pensé que nunca…–Gonzales había cambiado su expresión de cordialidad a la de un hombre frío y serio. Se fijó que aquel que tenía cierta similitud con Robert era un total desconocido.

–¿Quién eres tú? –preguntó secamente.
–Enrique López–contestó sorprendido por el drástico cambio de actitud que tuvo el señor– vine a traer este manuscrito para el concurso.
–Te has equivocado–dijo Gonzales –esta no es la dirección.

            Enrique se disculpó, dispuesto a marcharse. En ese instante, Gonzales tuvo una ligera sensación de que debía detenerlo. –Las equivocaciones a veces se dan como oportunidades–. Lo llamó. Éste se detuvo bajo el umbral de la puerta y se volvió.

–Déjame ver–dijo y estiró el brazo para esperar el sobre.

            En pocos minutos Gonzales ya había pasado varias páginas. Sus cejas. Grandes y bravas cejas que se contrarían en un rostro serio y arrugado, fueron ablandándose poco a poco y dejaron a la vista una expresión de sorpresa.

–Es increíble –dijo –¿Tú escribiste esto muchacho? –preguntó sin quitar la vista de las líneas.
–¿Yo? –Contestó Enrique a punto de lanzar una carcajada.
–Es la mejor historia que he leído en años –le interrumpió –durante toda mi carrera solo tres escritores han conseguido impresionarme y ahora contigo son solo cuatro… No necesitas llevarlo a ningún concurso, si quieres ya mismo firmamos un contrato para publicarlo.
–¿Ya? –exclamó incrédulo. Para él las historias que escribía Elena eran patéticas y aburridas. Era increíble que le gustaran a alguien más.
–Sí–contestó Gonzales excitado. Era un hombre que demostraba a la perfección su estado de ánimo y en ese momento estaba entusiasmado. –Sacaremos quinientas copias. También le haremos publicidad por internet. –se detuvo un segundo y le miró fijamente a los ojos, esta vez con una mirada seria y profunda –¿Tú lo escribiste verdad?
            Enrique vaciló por un instante. Entonces, se imaginó el dinero que obtendría de quinientas copias vendidas.

–Sí lo traje yo –explicó sonriente y gracioso. –Nunca me alejo de mis cuentos…
           
Así fue como Enrique López se convirtió en E.M y Elena se convirtió en el anónimo fantasma engañado. Enrique le había dicho que ya estaba en el concurso, pero que habló con uno de los editores y éste le dijo que si sacaba una segunda entrega, podrían tener la posibilidad de publicar los dos.

Enrique salió de la habitación y volvió a cerrar con llave. Elena del otro lado lanzó un suspiro, volvió la vista hacia la página blanca aferrada a la máquina y luego a la gran pila de hojas ordenas que poco a poco se convertía en un manuscrito. Buscó las palabras para continuar la narración y justo en ese momento, escuchó un sonido extraño cerca. Era constante, bajo pero llamativo. Giró la mirada hacia la cama, observó la camisa y el pantalón que había dejado Enrique. Se levantó siguiendo el sonido. Apartó la camisa azul celeste y el pantalón. El celular vibraba desesperadamente avisando la entrada de un nuevo mensaje. Ella lo tomó apurada. –Un poco de distracción no le haría daño a nadie– pensó. Abrió el mensaje: –quieren convertirla en películala idea de una trilogía es muy buena– Elena leyó el mensaje completamente extrañada. Miró el nombre del contacto: Gonzales. ¿Cómo era posible? Salió de los mensajes y abrió internet. Algo en ese mensaje le parecía muy sospechoso. ¿Gonzales? Dudo un momento, así se llamaba el editor. ¿Quieren convertirla en una película?

Escribió, dudosa en el buscador el nombre de su historia: Las mariposas sin alas. Elena se tardó pocos segundos en descubrir la verdad en esa pequeña ventana que abre las puertas al mundo. –La mariposa sin alas –leyó – es un bestseller del escritor anónimo, mejor conocido como E.M que se ha convertido en la sensación del momento… Muchos fanáticos esperan con ansias la segunda parte, deseando saber qué será del destino de Ana, Guillermo y Fernar. Elena releyó las líneas sin poder creerlo. No podía ser cierto, descubrió que su esposo le había robado su historia, su vida y los logros que por tanto trabajo tenían merecido. Sintió unas inmensas ganas de vomitar, de gritar, de llorar. Se sintió ultrajada y violada. Completamente engañada. Respiró profundo. Comprendió que el amor que supuestamente sentía él, era solo de interés. La había encerrado en casa y ella como una idiota se había dejado manipular. Dejó el teléfono en su sitio y volvió a poner la ropa encima. Regreso a su asiento, devastada y aturdida. Descubrió la clase de persona con la que compartía ese matrimonio arruinado. Arrancó furiosa el papel que estaba enroscado en la máquina y lo arrugó desesperadamente, luego lo lanzó hacia la puerta en un gesto de furia desmedida. Observó el manuscrito, deseaba destrozarlo, vengarse de Enrique destruyéndolo en mil pedazos. Pero no, no era la manera. Si lo destruía, arruinaría su propio futuro. Pensó por un momento  la forma adecuada para empezar la venganza, una rápida y dolorosa. Tenía que pagar por su engaño y debía hacerlo pronto. Inmediatamente, algo se le ocurrió. Sonrió por un instante, no debía sonreír pero lo hacía. Miraba con malicia el manuscrito mientras conectaba los puntos del perfecto plan que se le acababa de ocurrir.

     Enrique abrió la puerta apurado; cruzando la esquina de la manzana se fijó que le faltaba el teléfono. En el recorrido, se imaginó a Elena con el teléfono, llamando a sus amigos, familia o peor aún, navegando por internet. Pero nada de eso ocurrió. Miró a Elena sumergida en la historia, estaba tecleando sin parar, como si no estuviese en ese mundo. Fue directo a la cama y removió la ropa, ahí estaba. Lo tomó mirándola con recelo. Ella no hacía nada más que escribir. Entonces, a varios pasos de la puerta, ella lo llamó.

–Está terminado– dijo indiferente. Él se sorprendió por su apagada reacción. Pero no le prestó más atención en cuanto observó la fila de hojas agrupadas y listas para ser entregada. Sonrió alegremente, se acercó y tomó el manuscrito. Se imaginó la gran casa que se compraría, la hermosa esposa con la que se casaría y todos los lugares a los que se iría de viaje y de vacaciones. Al fin dejaría a esa mujer aburrida.

–Lo llevaré al señor Gonzales– contestó y se giró colocando el gran documento debajo de su brazo.
–¿Y no sería mejor que te acompañe? –preguntó Elena fingiendo sorpresa. –Pensé que al terminarlo podría ir contigo y conocer al señor Gonzales.

Él lanzó un suspiro de fastidio y luego la miró tratando de fingir cariño.

–Es mejor que te quedes y descanses –dijo –mírate… te ves muy casada, date una ducha y come algo. Pronto conocerás a Gonzales y te convertirás en la escritora bestsellers.

            Elena bajó la mirada, no por sumisión ni timidez como él creía, sino para ocultar la inmensa rabia que sentía y no quería que se le escapara por los ojos. Ella afirmó, empezando a ponerse roja de furia. Enrique le dio un beso rápido en la cabeza. Finalmente salió y dejó la puerta abierta.  Elena recogió su cabello colocándolo delicadamente detrás de una de sus orejas y miró fijamente a la puerta abierta. –me engañaste– dijo con un profundo odio en las entrañas.


–¡No le gustó Elena! –entró Enrique con cara de decepción. Sin embargo, aquello era una vil mentira. Le tomó toda la tarde enseñarle  el manuscrito a Gonzales, quien estaba encantado  con la historia y la rapidez con que la había terminado. El hombre regresó a casa con un contrato firmado donde daba la autorización de imprimir diez mil copias, traducirlo a cinco idiomas y hacer una película basada en el título de la obra. Tanta felicidad no cabía dentro él, pero debía controlarse y fingir que tanto esfuerzo no había dado frutos, debía fingir decepción y frustración.

De regreso, con una gran sonrisa en la boca. Respiró aliviado porque ya su misión había terminado; se olvidaría de su vieja vida, de su asquerosa casa, del apestoso mueble desaliñado y de su aburrida esposa. Llegó hasta la puerta de la habitación, estaba abierta. Se dio un pequeño golpecito en la cabeza por lo tonto que fue al irse sin cerrarla. Pero ya no importaba, estaba a varias palabras de ser libre: –Te dejo Elena, nuestro matrimonio no funciona, me voy… nunca te he amado– tenía pensado decírselo así, sin ton ni son, sin ninguna pizca de compasión, solo decirlo y marcharse para nunca volver.


–¿No le gustó? –preguntó Elena detrás de él.

            Enrique dio un respingón del susto que le causo su repentina aparición. Se giró sorprendido. Ella estaba vestida con ropa de salir y parecía muy tranquila.

–¿Saliste de la casa? –preguntó él preocupado. Temía que se enterase pronto del robo que le había hecho. No deseaba enfrentarse a un juicio tan rápido. Primero tenía que disfrutar el fruto de su engaño.
–Te estaba esperando –contestó ella sonriendo levemente.
–Lo lamento Elena, pero a Gonzales no le gustó…–intentó decir. Dejó de hablar al ver el rostro comprensivo y alegre de su esposa. No comprendía por qué esa reacción ante una noticia de rechazo.
–Preparé tu comida favorita–continuó ella –Puré de papa con bistec a término medio.
–¿Estás bien? –preguntó él confundido. Era muy extraño que cambiase un tema tan importante como ese al de explicar lo que preparó en la cena.
–Me engañaste –contestó ella sin dejar de sonreír.
–¿De qué estás hablando? –empezó a ponerse nervioso. –No entiendo qué me dices.

Ya era suficiente, debía salir de allí  y pronto. Tenía que escapar y desaparecer para siempre.

–Me enteré por un mensaje de tu celular cariño –prosiguió ella –lo sabía desde el momento en que te entregué el manuscrito. Ya no finjas. Lo  sé todo… E.M.

            Enrique sintió los latidos de su corazón acelerarse, sus manos comenzaron a sudar  y su expresión era como la de un perrito bajo una lluvia de fuegos artificiales.

–La policía– exclamó luego de varios segundos en silencio. Llamó a la policía y ya estaba en camino. Pensaba aterrado. No era capaz de ir a la cárcel, no podía pasar sus días en un… Pero un momento, ella no tenía cómo probarlo, no tenía cómo demostrar que esas historias eran de ella… Volvió a preocuparse. Ella sonrió un poco más y movió la cabeza en modo de negación. Parecía disfrutar del miedo que causaba sobre él. Pero lo calmó negando la posibilidad de involucrar a la policía.

Entonces, Elena dejó a la vista su mano derecha, la que había permanecido en su espalda todo ese tiempo en el que conversaron. Enrique palideció al verla sosteniendo ese enorme cuchillo. ¿Acaso se había vuelto loca? Permaneció quieto por un instante, tratando de comprender si aquello era solo una estrategia para asustarlo o buscar una confesión. Ella no era así, no sería capaz.

–Deja eso–ordenó, intentando sonar con autoridad. Sin embargo, el brillo de su frente causado por el sudor frío lo delataba.
–¿Alguna vez sentiste algo por mí Enrique? –preguntó ella  intentando controlar la rabia que deseaba explotar. –¿Amor, cariño, deseo? ¿Algo de eso?
–Es mejor que bajes el cuchillo  y hablemos…

  Enrique no tuvo tiempo de predecir el rápido movimiento de Elena. Sintió el cuchillo atravesándole el pectoral izquierdo y de allí, continuó deslizándose hacia abajo, cortando los tejidos y la piel, muy profundo, hasta que la piel tocó el mango negro. Lo sacó de un jalón. Enrique lo vio y lo sintió. La sangre empezó a chispear y a desbordarse por la profunda herida.

–¿Alguna vez sentiste algo por mí Enrique? –volvió a preguntar Elena borrando la sonrisa de su rostro y mirándolo con odio. El cabello le cubría media cara, pero la mirada de su único ojo descubierto era suficiente para darse cuenta de todo el odio y la rabia que sentía.

–Elena…–dijo él atónito.

            Otra vez, con más fuerza que la anterior, volvió a clavar el puñal en el centro del pecho; quería una respuesta, no que la convenciera, solo un sí o un no. Enrique lanzó un alarido ahogado. Perdió las fuerzas en las piernas y la sangre que corría por sus venas, se desvanecía por la superficie de su camisa limpia. Cayó de rodillas, mirando desconcertado, a esa mujer desconocida. Intentó gritar, pero solo consiguió vomitar más sangre.

–¿Alguna vez sentiste algo por mí Enrique?

            El aire se le escapaba de los pulmones, empezó a tener mucho sueño y a sentirse débil y mareado. Escuchó esa pregunta una  y otra y otra vez. Entonces, negó con la cabeza –no– contestó con el poco aliento que le quedaba. Elena lo sabía, pero solo deseaba confirmarlo. Aunque la respuesta le dolió, la aceptó resignada y se alejó por el pasillo. Enrique se desplomó y sobre el suelo observó a su esposa caminar hacia la cocina. Escuchó la llave del grifo abrirse. Estaba lavando el arma. Lentamente dejó de temblar de miedo y de dolor…dejó de sentir, dejó de vivir.

            Elena limpió toda la casa minuciosamente. Lavo el cuchillo y lo guardó en el lugar que le correspondía en la cocina. Desempolvó el mueble y arregló las flores en el florero. Desde su aislamiento, la casa había estado abandonada, dándole tiempo a las telarañas y al polvo esparcirse por todas partes. Al finalizar, se metió a la bañera y se dio un largo y placentero baño; luego de tanto tiempo al fin podía descansar el cuerpo en el agua. Descansar la mente, dejarse llevar por el cansancio y la fatiga, disfrutar de un relajado momento, con la mente en blanco, sin presión y sin miedo.

            Gonzales pasó toda la noche leyendo y revisando el manuscrito, fue cuando se quedó con una gran duda que el final le había dejado. Aquello no era un final, no estaba ni cerca de serlo. La historia de los personajes quedó a la mitad, sin terminar, en el limbo, como si viniera una tercera parte. El hombre se enfureció, ese no era el trato y ya había firmado el contrato. –Menuda mierda– exclamó frunciendo el ceño y juntando sus cejas inmensas. Esa mañana llegó a la oficina, exhausto y estresado. Enrique no contestaba el teléfono. No podía controlarse, luego de abrir un caramelo, se lo llevaba a la boca e inmediatamente ya estaba abriendo el otro; era adicto al azúcar y esos momentos de estrés  empeoraban su adicción. Intentó la llamada una vez más. Nadie contestaba, dio un golpe de puño cerrado sobre el escritorio de cristal, las cosas temblaron ante su furia; de alguna manera tenía que liberar toda esa frustración. En ese instante, su secretaria llamó por el intercomunicador.

–Una señora quiere verlo –explicó.
–No tengo tiempo para eso –bufó Gonzales –¿No te ha llamado López?
–Su esposa está aquí.

            Gonzales dejó de mover el caramelo que bailaba de un lado a otro dentro de su boca. Quedó sorprendido. No sabía que Enrique estaba casado. Pidió que la dejara pasar. A pocos segundos, Elena abrió la puerta y ya se estaba presentando ante el famoso señor Gonzales.

–Qué sorpresa –contestó él tirando los envoltorios de caramelos en la papelera –Enrique nunca me habló de usted… la verdad es que nunca me dijo que estaba casado.
–No me sorprende –dijo Elena con una expresión de sentirse afligida por la noticia.
–¿Dónde está Enrique? –quiso saber.
–Me hago la misma pregunta –contestó Elena dejando escapar un suspiro de resignación.
–¿A qué se refiere? –preguntó confundido.
–Lo que le voy a contar me apena de verdad señor Gonzales –empezó ella –Recientemente descubrí el gran engaño que mi esposo mantuvo en estos últimos meses. 
–No la entiendo.
–Fíjese que Enrique nunca ha sido escritor, apenas podía escribir la lista de compras.
–Sigo sin entender–contestó Gonzales empezando a perder la paciencia –vaya al grano.
–Lo que quiero que entienda es que Enrique no escribió ninguno de los libros que se han publicado con su nombre.
–¿Qué? –exclamó él indignado. –Pero su acusación es absurda, Enrique era un buen hombre, solo escribía…
–Permítame y confirmo que mi acusación tiene veracidad. –Le interrumpió Elena con suma calma –El día de ayer, Enrique se acercó a usted afirmando que ya Las horas del cielo,  estaba terminado. Sin embargo, imagino que llegó hasta la última página y la trama quedó inconclusa.

Gonzales llevó el dedo índice debajo de su mejilla pensativo. Era cierto, la historia había quedado inconclusa.

–Fue cuando descubrí lo que estaba haciendo, me hacía escribir prometiéndome que tenía a un agente esperando la obra para publicarla. Entonces me enteré que solo se aprovechaba de mí, así que le mentí diciendo que ya la historia estaba acabada.
–¿Fue usted quien escribió esto? –preguntó Gonzales escéptico. –¿Cómo le voy a creer?
–Busque en el manuscrito, en la página once y en la cien, pequeños párrafos que escribí con lápiz grafito y luego de leerlos, usted me dirá si me quiere creer o no.

            El hombre sacó el manuscrito del maletín, se colocó los lentes y apretó las cejas para leer el mensaje que había encontrado en la parte de atrás de la página once.

            Soy Elena López, conocida como E.M por mi nombre de soltera: Elena Méndez. Le pedí a mi esposo Enrique que entregara el manuscrito de Las mariposas sin alas al concurso que había hecho el periódico de la ciudad. Gonzales recordó que Enrique había llegado a él por una confusión de direcciones. Cambió la página y continuó leyendo el otro párrafo: Por más de once meses me mantuvo encerrada en la habitación de nuestra casa, obligándome a escribir para terminar el manuscrito que usted tiene en las manos. Mañana me presentaré ante usted, y le aseguro que leerá estas palabras teniéndome a mí delante.

E. M.

            Gonzales dejó caer el manuscrito sobre el escritorio. No sabía qué decir ni qué pensar. No podía rechazar la explicación de la mujer; era obvio que ella tuvo el manuscrito en sus manos antes de que llegase a las de él. Sin ninguna duda ella escribió esas palabras pues fueron escritas para  ser leídas en ese preciso momento.  Se sintió un poco culpable. La presión que hacía sobre Enrique lo llevó a cometer esa terrible tortura de encerrarla y aislarla por tanto tiempo. Elena se agarró de esa terrible historia, comenzó a sollozar y pidió disculpas. Gonzales abrió una de las gavetas y sacó una caja de pañuelos. –Parecía normal que un editor tuviese pañuelos para las lágrimas–.  Elena lo hizo bien, se sonó la nariz y fingió que le costaría tiempo reponerse de aquella dolorosa experiencia.

–Ese desgraciado tiene que pagar –rugió el hombre dando un golpe sobre el escritorio con la palma abierta. –Llamaré a la policía –. Tomó el teléfono.
–No. –Exclamó Elena –por favor no lo haga… por más que me haya hecho daño, aún siento algo por él y me destrozaría verlo en prisión. –mintió.
–Pero señora –contestó Gonzales sorprendido –Tiene que pagar por sus acciones.
–Créame –dijo Elena tratando de ocultar una sonrisa de satisfacción –ya lo ha hecho –. Tragó saliva y se removió en el asiento –Anoche le dije que si no se iba de la ciudad y olvidaba todo, lo acusaría con la policía… él me pidió perdón y se fue muy lejos, dejó todo lo que tenía y eso ya es un gran castigo… empezar de cero.
–Muy bien señora López –asintió Gonzales –me parece justo que él se vaya y usted recupere lo que le pertenece… Insisto en que continué la historia que aún no está terminada.
–Por supuesto –afirmó Elena sonriente.
–Pero ésta vez, los libros tendrán su rostro... E. M. Es mujer. –dijo él y se metió un nuevo caramelo sabor limón a la boca.

            Elena volvió a sonreír con satisfacción. Dio un fuerte apretón de manos a su editor y salió de la editorial con un contrato firmado y con una nueva vida por delante. No volvería a ver atrás porque no valía la pena. Tenía la consciencia tranquila y solo deseaba vivir el gran futuro que le esperaba. Se fue en el BMW hasta la nueva casa que había elegido Enrique unos días atrás. Elena al fin gozaría del fruto de su trabajo sin nadie que se aprovechara de ella.

Meses después.

            La familia Martínez estaba ansiosa por vivir en su nueva casa. Era mediana pero acogedora y perfecta. El vecindario era tranquilo, limpio y había espacio de sobra en el patio para que los niños jugasen con la pelota.
Álvaro Martínez bajaba las cajas de la camioneta, mientras que los pequeños junto a Tobi, un pastor alemán de cinco años, corrían por todas partes persiguiendo una pelota de futbol. –Vayan al patio– gritó Amelia un poco obstinada por el griterío y el cansancio que un día de mudanza podía causarle a una madre de tres niños pequeños.


            Estos se fueron disparados hacia el patio trasero. Uno de los niños tropezó rondando por el césped. Las risas no paraban y la pelota continuaba deslizándose  sobre el suelo. Tobi empezó a seguirla pero al cabo de un rato ignoró la redonda figura y empezó a olfatear la tierra. Llegó hasta unos arbustos medianos y empezó a cavar con sus grandes patas. Álvaro vio lo que hacía el perro –arruinará el césped– exclamó irritado. Se apuró y lo tomó por el collar. –No te acostumbres Tobi– dijo jalándolo con fuerza pero a la vez con delicadeza; como un padre a un hijo. –Mamá plantara nuevas flores… no arruines el suelo–. Las risas se acabaron y el día se apagaba. Todos fueron dentro de la casa. Álvaro cerró la puerta y dejó a Tobi ansioso mirando hacia los arbustos.  La familia pensó que era por la emoción y su actitud juguetona. Pero no entendían a Tobi, no comprendían los movimientos de su cola, el desespero de sus pequeños chillidos y sus ansias por salir. No comprendían que el perro veía algo más entre la tierra que solo tierra para cavar y ensuciarse. Tobi veía unos dedos tiesos… unos dedos fríos y ensangrentados asomarse desde la negra tierra. Los dedos de un cadáver. El cadáver de Enrique López.

           


martes, 7 de julio de 2015

Ira y desespero




            
         El profesor Carlos Rodríguez, se dedicaba orgullosamente a impartir clases de enseñanza superior en la universidad más prestigiosa de su ciudad. Con veinticuatro años ejerciendo como profesor, recientemente, entró  en el mundo de la escritura, gracias a que publicó su primera novela titulada “Hotel sin salida”. Al observar la gran aceptación que tuvo del público, decidió que era hora de retirarse en grande; dejaría la universidad para dedicar su vejez a la escritura, solo debía escribir otra gran novela con la cual le diría: “hola ventas y adiós noches de trasnocho revisando exámenes y planeando clases”. El profesor siempre ha sido un hombre humilde con mucho amor a la enseñanza, desde muy joven quiso aprender este arte, prometiéndose que ayudaría a forjar a muchos profesionales. Sin embargo, conforme pasaban los días y los años, y su cabello se teñía de más blanco, perdió el sentido de su vocación, estaba cansado de la misma rutina, de los mismos jóvenes que parecían infantes, las inasistencias, las peticiones de que le regalen las notas, la insistencia de que lean aunque sea un pequeño párrafo del libro indicado. Estaba harto de descubrir a tramposos en los exámenes y de dictarles el mismo discurso. La misma historia y clase, las mismas miradas de confusión por parte de los alumnos aburridos. Nada de lo que era, lo había imaginado. Así que se resignó a moldearse conforme el momento, conforme al sistema que corta alas y que tiende a preocuparse en el más calificado.
         Una noche Carlos despertó con una idea en la cabeza, fue así como surgió su primera novela: Hotel sin salida, era la representación de un hombre que había quedado atrapado en un mundo sin puertas, en un mundo donde la rutina se repetía una y otra vez hasta el punto de querer vomitar. Donde criaturas extrañas le robaban la energía, las virtudes, los pensamientos y los sueños. El protagonista debía lidiar con ello; resignarse o luchar para escapar. Carlos estuvo todo el día y la noche escribiendo. Llegando a faltar una semana entera a clases, excusándose de que una gripe fuertísima lo había tumbado en cama. El director consiguió un suplente creyéndole todo al profesor que se estaba lanzando desde un avión sin paracaídas, con la incertidumbre de convertirse o no en escritor. La semana había terminado y el plazo de la gripe también. No quería volver al salón, no quería volver a ver las caras de los jóvenes que seguro llegaban de una noche de fiesta y no habían dormido. Pero tenía que hacerlo, ¿quién pagaría las cuentas? El salario no era lo que un profesor de su categoría merecía, pero era eso o mendigar en la calle. Regresó al salón, con una novela a la mitad, había olvidado revisar exámenes pasados y la clase que debía dictar. Hizo lo que pudo para partir su tiempo entre las clases y la novela. Sacaba al primer grupo temprano y el tiempo intermedio en el que se tardaba el otro grupo  para llegar al salón, lo tomaba y escribía en el computador portátil. Así transcurrieron tres años, al finalizarla, le tomó cuatro meses revisarla y acomodarla como más le parecía –el trabajo no terminaba en el famoso fin de la última página–.
Finalmente le llevó unos seis meses encontrar una editorial interesada para que al fin, después de un año más, pudiese ver su libro en físico. En cuanto las tuvo en las manos, se sintió tan bien que unas cuantas lágrimas se le derramaron al verlo en la vitrina de una de las librerías más concurridas de la capital.  
         Así transcurrieron dos años más. Sería recordado como el profesor del “Hotel”; con un único éxito que poco a poco se olvidaría y como el hombre que nunca salió del salón de clases y se conformó con un libro que con el pasar de los años aburrirá a cualquiera. Esto lo hizo reaccionar, no deseaba ser olvidado como un profesor más, todo lo que luchó y trabajó, no merecía un final tan cruel y miserable. Estuvo mes y medio planeando su siguiente novela. Buscaba temas que resaltasen; ¿Sexo? No tenía idea de ello, a los treinta se divorció y no volvió a casarse, era muy tosco para hablar de eso. ¿Política? Entraría en polémicas y ya le aburría el tema. ¿Teología? A pocas personas les importan los argumentos que ponen en duda la existencia misma.  ¿Amor? Era un tema muy llamativo, pero le aburriría tanto que la dejaría en el comienzo. Se sentía desesperado con la idea de convertirse en un viejo inservible, olvidado y solitario al que nadie recordará. Entonces, en la cafetería de la universidad, una idea le atacó de pronto: Crimen. Al público le gustada este tipo de cosas. La voz de un asesino, pensó en el título. Inmediatamente sacó la portátil del maletín y empezó a presionar las teclas a diestra y siniestra, sin parpadear, casi sin respirar. Parecía que terminaría allí mismo, pero no. La historia era larga y llevaba tiempo. El timbre sonó haciendo que chocase con la realidad.
         Le parecía que su trabajo avanzaba velozmente, repitiendo el método con el que trabajó su primera novela; escribir en todos los recesos y pasar materia y exámenes en clases. Los días transcurrían y Carlos faltaba a las reuniones, las conferencias y los eventos importantes de la universidad. El lunes en la mañana, el rector le llamó, la clase acababa de terminar y él apretando los dientes de manera molesta, se dirigió rápido hasta la oficina de este que quedaba tan lejos que prácticamente tenía que cruzar la universidad corriendo.
–Le veo muy aislado señor Rodríguez –empezó el Rector en cuanto el profesor ya se había sentado en frente de él y de su escritorio. –He tenido quejas de que no avanza en sus materias y que aún debe notas.
–He estado ocupado en otras cosas…–intentó explicar Carlos.
–¿Otras cosas distintas a la universidad? –Se sorprendió el hombre –La vida de los profesores no es de incumbencia para la dirección, pero si lo es, la capacidad que tiene éste para enseñar, usted era un muy buen profesor de literatura, pero últimamente ha bajado mucho su rendimiento.
–Prometo que lo recuperaré pronto–dijo él –me he sentido muy mal pero ya me estoy recuperando –mintió. Se levantó de la silla –si me permite, me retiro, tengo otra clase que dar.
         El rector lo dejó ir sin antes ofrecerle una advertencia. Carlos corrió hacia su salón, ya el intermedio había terminado, no podría recuperar ese tiempo adelantando la historia. Llegó a la sala y recordó que la dejó abierta, los alumnos apenas empezaron a llegar de su otra clase. Él estaba horrorizado, no veía la portátil por ninguna parte, sintió que el corazón se le saldría por la boca ¿dónde estaba el aparato que llevaba el trabajo de su vida? Ese era su retiro. Se tomó los pocos cabellos blancos que le quedaban alrededor de la cabeza con las manos. Miró a todos lados con los ojos desbordados de horror, mientras los alumnos empezaban a ingresar y se sentaban en los asientos. Buscó debajo del escritorio varias veces, sin poder creer que ya no estaba. Salió de allí mirando a todas partes, buscando al ladrón, no le importaban los alumnos, ni las clases, ni la universidad ni nada. Solo deseaba, desesperadamente una cosa, su portátil, su trabajo.
         El recinto era inmensamente grande; tenía pasillos, escaleras, salones, jardines, cafeterías, caminos a otros salones, inmensas bibliotecas, teatros, salas de conferencias, entre otros. Sería imposible dar con el ladrón entre tantas paredes y caminos. Su respiraron se aceleró, sus manos temblaban sin parar a pesar del clima fresco, su cuerpo sudaba y el hueco en el estómago lo iba dejando sin fuerzas. Se paró en el amplio jardín, donde el tráfico humano abundaba. Miró hacia todos lados, buscando su laptop plateada en manos de alguien o colocada en alguna parte.
         Dentro de él comenzó a mezclarse una gran variedad de sentidos y emociones: asustado, furioso, con ganas de llorar, de gritar y de golpear. Se preguntó ¿qué sería ahora de él? ¿Volver a escribir la historia? ¿Dejar de escribir? ¿Matarse tal vez? Ya no tenía sentido continuar… Entonces, miró a lo lejos a un muchacho, estaba sentado en la grama con unos cuadernos entre sus piernas cruzadas y la laptop abierta colocada en el suelo. Aquella era de marca Lenovo de color plateado, igual a la suya. Allí está gritó Carlos exaltado. Corrió hacia el joven –¡Ladrón! –Exclamó furioso mientras le apuntaba con el dedo –¡Es mía!–. Tomó el aparto inmediatamente del suelo. El chico se levantó asombrado, reaccionando lo más rápido que podía. Intentó apartarla de sus manos –Me quieren robar– gritaba a los cuatro vientos mientras buscaba con sus cortos brazos el aparato. Entre los dos empezaron a forcejear; uno tirando al lado correspondiente. Carlos estaba furioso. ¿Ese chico pretendía continuar con su papel de ladrón? –¡Suéltala!– gritó feroz y le plantó un golpe de puño cerrado en la mejilla. El profesor estaba dispuesto a defender su trabajo, su futuro.., su vida. Cegado por la ira, dejó caer el aparato a un lado y se lanzó sobre el muchacho. Un golpe de izquierda, luego otro de derecha repetidamente, sin descanso y sin respiro, la sangre le manchaba los nudillos y le salpicaba la camisa. –Mi trabajo, mi vida…mi trabajo, mi vida…me la ibas a robar– repitió Carlos en cada golpe que iba con más y más fuerza.
Después de un corto instante, el chico dejó de moverse. Varios hombres de seguridad lo sostuvieron y apartaron a la feroz bestia como podían. Él continuaba lanzando golpes a diestra y siniestra. –Cálmese– le gritaba uno de los hombres tratando de sostenerle el brazo.  
         Atrapado entre el yugo de brazos y cuerpos, dejó de pelear y respiró profundamente. Bañado en sangre y en sudor, buscó la portátil entre los espectadores y aquellos que se acercaban a socorrer al joven. Al mirarla en el suelo, sonrió agradecido por un instante. Pero, a los pocos segundos se fijó que la tapa de esta tenía algo diferente a la suya. Carlos dejó de sonreír. La portátil era de la misma marca y del mismo color, a excepción de que esta vez, una calcomanía de algún superhéroe del cine estaba pegada en la esquina de abajo. El profesor reaccionó asustado y miró al joven tirado en el suelo: tal vez lo suspendan del recinto o tenga que pagar alguna indemnización, pensó él intentando calmarse, tratando de controlar sus pensamientos y sus sentidos, temiendo lo peor.  –Está muerto– exclamó un hombre de entre el grupo que levantaba el cuerpo. Carlos perdió las fuerzas en las piernas, perdió las esperanzas y las ganas de vivir, el estómago se le comprimió y palideció de miedo. Acababa de convertirse en un asesino. Miró sus manos sucias con sangre y luego sintió la mirada de los demás. Todo se hizo silencio y escuchó los latidos de su corazón golpear con más fuerza. Comprendió que le acababa de robar el futuro a ese joven y también arruinó el suyo. Ahora su retiro estaría en una cárcel de alta seguridad, entre cuatro paredes pequeñas, acompañado solo por el aire y por sus pensamientos. Carlos comprendió, que acababa de morir.