sábado, 28 de noviembre de 2015

Amor al vicio




            Faltaba poco para que entrase la noche. Las luces de la ciudad se encendían por turnos y el centro empezó a verse como un parque de diversiones de luces y colores llamativos. Gracias a estas, las personas continuaban en sus habituales actividades, y no sentían la necesidad de escapar del peligro nocturno.
            Entre ellos se encontraba un muchacho de veinte cinco años llamado Héctor, quien caminaba con las manos en los bolsillos de su bermuda de color azul pastel, con la brisa en contra y con un cigarrillo en la boca dejándole a los de atrás una bruma de humo asqueroso que debían respirar así no quisieran. Con sus gafas de sol protegiéndole los ojos de las luces artifíciales, observaba maravillado, la colección de partes femeninas que se paseaban ostentosamente por la calle; entre grandes senos, piernas largas y nalgas levantadas, se aprovechaba de sus lentes oscuros para pasear sus ojos sin problema por donde lo deseara. En pocos segundos el cigarrillo se le terminó. Había tomado este hábito desde los quince años, creyendo que se vería con más seguridad y estilo al llevar uno entre los dedos. Desde ese momento, no paró de fumar y ahora las porciones de cigarrillos por día aumentaron considerablemente entre ocho y diez.
            Héctor se sentía un chico afortunado y a la vez desafortunado. Primero, agradeció haber nacido con ciertas características atractivas para los demás. Entre ellas su hermosa fisonomía; con una mandíbula proporcionada y perfecta que hacía de su barba castaña y larga el punto con que enganchaba a muchas mujeres y su cuerpo alto y musculoso lo convertían en un hombre irresistible. Por otro lado, aborrecía el hecho de haber nacido de padres pobres; no tenían dinero y debido a las deudas, estos no podían consentir a su pequeño hijo con sus exigencias. Por suerte, la adultez llegó y se valió por sí mismo. Olvidó estudiar, solo vivía de las fiestas que preparaban sus amigos y de las salidas a bares y discotecas.  
            La hora de reunión se acercaba; estaba seguro que aquella sería otra gran fiesta inolvidable. En el camino se empezó a sentir desnudo, algo muy importante le faltaba. Había muchas mujeres hermosas caminando por la acera así que se vio obligado a encender otro cigarro. Buscó entre sus bolsillos y obtuvo una caja arrugada y vacía. Sin dinero para otro más, no podía volver a pedirles a sus amigos, pues ya lo había hecho tantas veces que estos le dijeron que olvidarían la deuda si dejaba de pedirles más cigarros. A un costado de la acera observó una tienda de víveres y otras cosas. Entró dando un rápido vistazo  alrededor; había solo tres clientes y el vendedor. Perfecto para hacer lo que iba a hacer. Él sabía muy bien, que nadie sospechaba de su cara de hombre rico hijo de papá y mamá, cosa que le proporcionaba una gran ventaja. Con el tiempo, además de volverse un perfecto adicto a la nicótica,  se había vuelto también un perfecto ladrón; sus manos eran tan suaves como la seda que nadie sentía cuando la introducía al bolsillo o a la cartera para sacar el efectivo y las tarjetas. Así conseguía lo que deseaba.
Caminó unos pasos hacía una chica que estaba delante de las neveras de bebidas. Héctor aprovechó su distracción y metió delicadamente su mano en la cartera louis vuitton de color marrón con pequeños estampados dorados. Ágilmente tomó el monedero y se fijó que la chica solo tenía tarjetas y nada de efectivo. Devolvió el objeto a su lugar, sin que nadie se diera cuenta. La mujer no se había fijado de su presencia cuando ya había elegido la bebida y girado en dirección al mostrador. Se alejó. Héctor suspiro decepcionado y ya empezaba a sentir nerviosismo. No había nadie más a quién robar y la hora de reunión ya se acercaba. No le quedó otra opción que aplicar el plan B.
Tomó una bolsa de caramelos. Se encontraba solo en ese pasillo. Abrió la nevera y cautelosamente agitó una bebida con gas dejándola a medio abrir; ésta estallaría en cualquier momento por la presión que empezaba a ejercer sobre el envase. Caminó sin prisa hacia el mostrador para pagar, se quitó los lentes y los puso sobre su cabeza aparentando que revisaba su teléfono celular. Sin embargo, estaba viendo la caja de cigarros que permanecían nuevos e inmóviles a espaldas del vendedor; allí estaban, tan cerca y a la vez tan lejos. Sus manos sudaban, deseando tener uno entre sus dedos. Recordaba su calidez y su aroma. El perfecto aroma que tranquilizaba sus demonios y sus miedos. Quería encenderlo y aspirar todo el humo que se había convertido en el aire para sus pulmones. Estaba empezando a sentirse mareado, a irritarse y a perder la concentración ¿por qué? Necesitaba aire, pero no el aire natural sino el de la nicotina, tenía que alimentarse pronto.
El hombre desatento,  registró los caramelos en el marcador de precios. –¿Esos son caramelos de Estados Unidos? –. Preguntó Héctor inquieto –Es que siempre hay imitaciones y son muy malas –Completó quisquillosamente. El vendedor vio el paquete confundido, buscando en alguna parte la palabra que indicase el lugar de procedencia. En ese instante, el envase de la bebida estalló fuertemente, haciendo que el sonido retumbara en todo el lugar y los allí presentes se echaran al suelo.
–¿Qué fue eso? –preguntó el vendedor con los ojos abiertos como cd´s compactos.
–Parece que la nevera explotó –contestó Héctor fingiendo sorpresa –Es mejor que vaya a revisar para evitar algún incendio.
            El hombre afirmó y se salió del mostrador dando grandes pasos hacia el pasillo de las bebidas. Era la oportunidad de su vida, estaba sudando y temblando. Héctor saltó el mostrador y cayó sin fuerzas del otro lado, tumbando con sus piernas un pequeño estante de chocolates. Se levantó apurado, sin aire. El vendedor y los otros clientes escucharon el ruido. Observaron al joven de cabello castaño y ropa cara tomando con desespero las cajas de cigarros. Tenía las manos rebosadas, cosa que le impedía saltar nuevamente el mesón y mucho menos correr. No tenía aire. Sus manos temblaban. Estaba angustiado. Dejó caer todas las cajas a excepción de una. Rasgó el papel transparente con los dientes. Quitó otro y lo abrió, miró esperanzado la boquilla del cigarro y se lo puso entre los labios. No podía respirar, sus pulmones pedían a gritos aire. Su corazón se había disparado a millón. Fuego. ¿Dónde había fuego? Paseó la vista a todas partes. Dónde había un maldito encendedor. Los espectadores se acercaron hacia el hombre, mirando conmocionados el desespero que se desbordaba por sus ojos. –¡Fuego!–Gritó Héctor, y se desplomó sobre el suelo. Sin aire y sin vida. Sus pulmones se habían cerrado y su deseo desmesurado por el humo gris hizo que su corazón reventara desesperado.