Faltaba poco para que entrase la
noche. Las luces de la ciudad se encendían por turnos y el centro empezó a
verse como un parque de diversiones de luces y colores llamativos. Gracias a
estas, las personas continuaban en sus habituales actividades, y no sentían la
necesidad de escapar del peligro nocturno.
Entre ellos se encontraba un
muchacho de veinte cinco años llamado Héctor, quien caminaba con las manos en
los bolsillos de su bermuda de color azul pastel, con la brisa en contra y con
un cigarrillo en la boca dejándole a los de atrás una bruma de humo asqueroso
que debían respirar así no quisieran. Con sus gafas de sol protegiéndole los
ojos de las luces artifíciales, observaba maravillado, la colección de partes femeninas
que se paseaban ostentosamente por la calle; entre grandes senos, piernas
largas y nalgas levantadas, se aprovechaba de sus lentes oscuros para pasear sus
ojos sin problema por donde lo deseara. En pocos segundos el cigarrillo se le
terminó. Había tomado este hábito desde los quince años, creyendo que se vería
con más seguridad y estilo al llevar uno entre los dedos. Desde ese momento, no
paró de fumar y ahora las porciones de cigarrillos por día aumentaron
considerablemente entre ocho y diez.
Héctor se sentía un chico afortunado
y a la vez desafortunado. Primero, agradeció haber nacido con ciertas
características atractivas para los demás. Entre ellas su hermosa fisonomía;
con una mandíbula proporcionada y perfecta que hacía de su barba castaña y
larga el punto con que enganchaba a muchas mujeres y su cuerpo alto y musculoso
lo convertían en un hombre irresistible. Por otro lado, aborrecía el hecho de haber
nacido de padres pobres; no tenían dinero y debido a las deudas, estos no
podían consentir a su pequeño hijo con sus exigencias. Por suerte, la adultez
llegó y se valió por sí mismo. Olvidó estudiar, solo vivía de las fiestas que
preparaban sus amigos y de las salidas a bares y discotecas.
La hora de reunión se acercaba; estaba
seguro que aquella sería otra gran fiesta inolvidable. En el camino se empezó a
sentir desnudo, algo muy importante le faltaba. Había muchas mujeres hermosas
caminando por la acera así que se vio obligado a encender otro cigarro. Buscó
entre sus bolsillos y obtuvo una caja arrugada y vacía. Sin dinero para otro
más, no podía volver a pedirles a sus amigos, pues ya lo había hecho tantas
veces que estos le dijeron que olvidarían la deuda si dejaba de pedirles más
cigarros. A un costado de la acera observó una tienda de víveres y otras cosas.
Entró dando un rápido vistazo alrededor;
había solo tres clientes y el vendedor. Perfecto para hacer lo que iba a hacer.
Él sabía muy bien, que nadie sospechaba de su cara de hombre rico hijo de papá
y mamá, cosa que le proporcionaba una gran ventaja. Con el tiempo, además de
volverse un perfecto adicto a la nicótica,
se había vuelto también un perfecto ladrón; sus manos eran tan suaves
como la seda que nadie sentía cuando la introducía al bolsillo o a la cartera
para sacar el efectivo y las tarjetas. Así conseguía lo que deseaba.
Caminó unos pasos hacía una chica que
estaba delante de las neveras de bebidas. Héctor aprovechó su distracción y
metió delicadamente su mano en la cartera louis
vuitton de color marrón con pequeños estampados dorados. Ágilmente tomó el
monedero y se fijó que la chica solo tenía tarjetas y nada de efectivo.
Devolvió el objeto a su lugar, sin que nadie se diera cuenta. La mujer no se
había fijado de su presencia cuando ya había elegido la bebida y girado en
dirección al mostrador. Se alejó. Héctor suspiro decepcionado y ya empezaba a
sentir nerviosismo. No había nadie más a quién robar y la hora de reunión ya se
acercaba. No le quedó otra opción que aplicar el plan B.
Tomó una bolsa de caramelos. Se
encontraba solo en ese pasillo. Abrió la nevera y cautelosamente agitó una
bebida con gas dejándola a medio abrir; ésta estallaría en cualquier momento
por la presión que empezaba a ejercer sobre el envase. Caminó sin prisa hacia
el mostrador para pagar, se quitó los lentes y los puso sobre su cabeza
aparentando que revisaba su teléfono celular. Sin embargo, estaba viendo la
caja de cigarros que permanecían nuevos e inmóviles a espaldas del vendedor; allí
estaban, tan cerca y a la vez tan lejos. Sus manos sudaban, deseando tener uno
entre sus dedos. Recordaba su calidez y su aroma. El perfecto aroma que
tranquilizaba sus demonios y sus miedos. Quería encenderlo y aspirar todo el
humo que se había convertido en el aire para sus pulmones. Estaba empezando a
sentirse mareado, a irritarse y a perder la concentración ¿por qué? Necesitaba
aire, pero no el aire natural sino el de la nicotina, tenía que alimentarse
pronto.
El hombre desatento, registró los caramelos en el marcador de
precios. –¿Esos son caramelos de Estados Unidos? –. Preguntó Héctor inquieto
–Es que siempre hay imitaciones y son muy malas –Completó quisquillosamente. El
vendedor vio el paquete confundido, buscando en alguna parte la palabra que
indicase el lugar de procedencia. En ese instante, el envase de la bebida estalló
fuertemente, haciendo que el sonido retumbara en todo el lugar y los allí
presentes se echaran al suelo.
–¿Qué
fue eso? –preguntó el vendedor con los ojos abiertos como cd´s compactos.
–Parece
que la nevera explotó –contestó Héctor fingiendo sorpresa –Es mejor que vaya a
revisar para evitar algún incendio.
El hombre afirmó y se salió del
mostrador dando grandes pasos hacia el pasillo de las bebidas. Era la
oportunidad de su vida, estaba sudando y temblando. Héctor saltó el mostrador y
cayó sin fuerzas del otro lado, tumbando con sus piernas un pequeño estante de
chocolates. Se levantó apurado, sin aire. El vendedor y los otros clientes
escucharon el ruido. Observaron al joven de cabello castaño y ropa cara tomando
con desespero las cajas de cigarros. Tenía las manos rebosadas, cosa que le
impedía saltar nuevamente el mesón y mucho menos correr. No tenía aire. Sus
manos temblaban. Estaba angustiado. Dejó caer todas las cajas a excepción de
una. Rasgó el papel transparente con los dientes. Quitó otro y lo abrió, miró esperanzado
la boquilla del cigarro y se lo puso entre los labios. No podía respirar, sus
pulmones pedían a gritos aire. Su corazón se había disparado a millón. Fuego.
¿Dónde había fuego? Paseó la vista a todas partes. Dónde había un maldito
encendedor. Los espectadores se acercaron hacia el hombre, mirando conmocionados
el desespero que se desbordaba por sus ojos. –¡Fuego!–Gritó Héctor, y se desplomó
sobre el suelo. Sin aire y sin vida. Sus pulmones se habían cerrado y su deseo desmesurado
por el humo gris hizo que su corazón reventara desesperado.