Antes para mí era un
privilegio vivir sola; llegar a casa después de una jornada laboral agotadora
sin nadie a quien repetirle lo que hice el resto del día. –¿Cómo te fue? –.
–¡Oh! Muy bien–. Contestaba a cualquiera que se atreviese a hacerme esa odiosa
pregunta. ¿Acaso te importa? Si me hubiese pasado algo interesante o muy
relevante, sea malo o bueno, lo habría dicho sin problema, estaría enfrascado
al principio del saludo. Pero no tengo deseos de revivir el día aburrido y
tedioso al que, con mucho esfuerzo, sobreviví. Por ello soy feliz, llego a
casa y no hay nadie a mi alrededor.
Estoy cansada de hablar, de sonreír o de asentir con educación, también de las
formalidades y el respeto, es tan agotador,
así que disfruto de mi pequeña isla desierta, de este hermoso
departamento, que a pesar de ser pequeño, es cómodo y acogedor.
Desde
el día de mi mudanza, todo marchaba fantástico; como navío con el viento a
favor en aguas templadas. Sin embargo, estos últimos días han sido terribles. Antes
de comenzar mi relato, quiero resaltar que mi infancia y juventud fueron
absolutamente normales, sin nada ni nadie que alterase mi línea de crecimiento
mental y físico, por lo tanto, soy consciente de lo que pasa a mi alrededor. Últimamente no he descansado lo suficiente,
debido a que he descubierto un hecho sobrenatural por el que me he trasnochado
estas últimas noches y confieso, que desde el primer día que fui consciente de
ello, he deseado tener a alguien a mí lado.
Me
habría gustado que todo fuese motivo de mi imaginación, pero mi cordura –si es
que me queda–, me explica que nada de esto es inventado por mi cabeza y que es
tan real como el aire que respiro. Una noche descubrí que algo me acechaba
mientras dormía. Ese mismo día, como todos los días antes de irme a dormir,
iniciaba mi ritual cotidiano que consistía en terminar la cena –recalentada–,
cepillar mis dientes e ir a la cama. Siempre dejo un libro en la mesita de
noche, junto a la lámpara, así me acuerdo que tengo que leer, finalmente, cuando
el sueño me vence, apago la luz y me lanzo a la tarea de relajar el cuerpo para
entrar en un profundo sueño. En una de esas noches, descubrí a mi espeluznante
acechador. De repente, desperté luego de haber sufrido una espantosa pesadilla
en la que un ser con dientes afilados intentaba comerme; estaba sudando y tenía
los músculos contraídos. La habitación
permanecía sumergida en un silencio profundo. La poca luz de los faroles en la
calle, entraba levemente por la ventana que estaba entreabierta y apuntaba
hacia el otro lado de la cama, era casi imposible mirar con claridad lo que me
rodeaba. Me removí un poco entre las sábanas buscando una mejor postura y fue
cuando lo vi. En el momento en que me giré vi una sombra al otro lado de la
cama. Le dediqué varios segundos para observarla con más detalle, para aclarar
que aquello no era producto de mi imaginación o un reflejo de luz mezclada con
la negrura de las paredes. Mis pupilas se dilataron y a continuación, pude
confirmar que se trataba de un cuerpo, porque su silueta era más negra que la
obscuridad. En ese instante, me fijé en su ojo, podía verlo tan clara y
detalladamente como si un foco pequeño de luz estuviese enfocado exclusivamente
para iluminarlo; desde el borde de la ceja hasta el inicio de la mejilla y el
dorso de la nariz.
Aterrada,
observé su ojo que estaba dirigido hacia mí y en ningún momento parpadeaba,
solo me observaba fijo y sin ninguna expresión. Me levanté de la cama con un
salto y tirada en el suelo encendí la lámpara. La luz inmediatamente iluminó
toda la habitación pero ya no estaba, el ojo y la sombra se habían esfumado.
Esperé varios minutos. El corazón me latía deprisa, así que intenté
tranquilizarme. Fui por un vaso de agua, me calmé y volví a la cama
cautelosamente. No tuve el valor de revisar debajo de esta o el lado en el que
había estado parada la sombra. –Es mi imaginación –, me repetí varias veces
hasta que el sueño regresó. Apagué la lámpara mirando hacia ella, en cuanto esta ya no emanaba luz, me giré,
pero allí estaba nuevamente la sombra y el ojo mirándome fijamente. Llevé
apresurada la mano para encender mi fuente de luz cercana y salvadora, pero mi
apurada reacción hizo que esta cayera al suelo y se quebrara en mil pedazos,
dejándome expuesta a la negrura de la habitación y a la sombra con su ojo
humano. No podía dejar de mirarlo y él a mí tampoco. Su mirada era
profundamente aterradora, como si me estuviese juzgando o amenazando, como si
quisiera hacerme mucho daño o mucho peor… comerme. Permanecimos estáticos,
mirándonos por varios segundos. Allí vi su crueldad, el odio en su alma, la
sangre en sus entrañas, el latir de su corazón oscuro. Entonces, abrió más los
parpados hasta que quedó un ojo enorme abierto como plato y levantó la mano
hacia mí. Espantada, corrí hasta la sala, llevándome por el medio los restos de
la lámpara y una silla en la que estaba la ropa lavada. Tomé el teléfono y le
marqué a Juan, mi hermano. Le expliqué alterada lo que había visto –hay alguien
en mi habitación y no deja de mirarme. Quiere atraparme–. En cambio, me
preguntó si me había tomado las pastillas. Afirmé con un rotundo sí
suplicándole que viniera. Me pidió que me tranquilizara y que lo esperara.
Colgué y me acurruqué sobre el sofá de terciopelo de color azul rey, tratando
de mantenerme despierta y estar atenta a cualquier movimiento misterioso.
Justo
cuando el reloj de la pared marcó las tres, Juan se apareció. –¿Por qué has
tardado tanto? –Pregunté al abrirle la puerta. Estaba agotada y muy nerviosa,
me había quedado esas horas mirando hacia el oscuro umbral donde estaba mi habitación y el hombre del
ojo malévolo. Juan entró sin decir nada. Caminó hacia la alcoba mientras yo le
seguía y le contaba todo con lujo de detalle. Él me notó nerviosa y algo
alterada. –¿Y cómo no estarlo después de lo que vi?–. La habitación estaba
vacía. Trató de tranquilizarme. Acepté sus palabras –todo está en tu cabeza– me
dijo –iré a comprarte las pastillas a la farmacia, se te acabaron –comentó
mirando el frasquito anaranjado con una etiqueta blanca. Estaba vacío. Me
miraba con extrañeza, a pesar de que lo quiso ocultar, lo noté inmediatamente
en sus ojos. Comprendí que no debía contarle a nadie lo que había visto y mucho
menos hacerlo en el estado en que me encontraba. Fingí aceptar sus palabras y
repetí que era mi imaginación, –tienes razón–, dije. Luego de unos minutos se
fue y me dejó sola. Me tomé el tiempo necesario para regresar a la alcoba, dejé
la luz del techo encendida y posé mi cuerpo sobre la blanda cama. –No es real,
no es real, no es real –me repetí mil veces con las manos sudorosas y con el
corazón acelerado. Mi cabeza tocó lentamente la almohada y me atreví a cerrar
los ojos. Uno, dos.., tres segundos transcurridos, los volví a abrir sintiendo
algo a mi lado. Entonces, vi que la luz estaba apagada y esta vez no vi el ojo
en el lugar acostumbrado, sino que ahora, estaba parado al otro lado, cerca..,
muy cerca de mí, pisando los trozos esparcidos de la lámpara, cubriéndome con
su aliento y mirándome tan fijamente como los ojos en una fotografía. Me levanté gritando con todas mis fuerzas, lo
empujé y mis manos sintieron su cuerpo frío y áspero. ¡Temible criatura salida
de las entrañas del infierno! Cerré la puerta y le pasé llave. Desde ese
momento me he instalado en el mueble de la sala, pasando varias noches en vela
para vigilar la puerta. No deseo, nunca más, ver ese ojo de exorbitada
malignidad. Mis viseras tiemblan de tan solo recordarlo. No dejaré que salga,
no le dejaré acecharme mientras duermo, no volveré a dormir, nunca más lo haré,
no deseo verlo.