domingo, 25 de enero de 2015

Catedral



Desde hace mucho tiempo dejé de ir a la iglesia –la última vez que fui, si mal no recuerdo fue cuando había muerto mi hermano–. Por suerte, mi familia no es muy devota con respecto a la oración y a los santos y todo lo demás que hacen los católicos/cristianos/creyentes extremistas (valga la redundancia). Sin embargo, un día me encontraba muy mal... Terriblemente. Sentía ganas de no estar ya, de correr a cualquier lugar y desaparecer para siempre.  

No valdría la pena explicar el o los motivos que llevaron a que mi estado de ánimo mermase con tanto ahínco. Quisiera resumir aquel día inolvidable en palabras y descripciones precisas, con el fin de llevar al lector a aquel momento para que, si llegó a conseguir las palabras adecuadas, haré que vea lo que viví como si realmente estuviese en mis zapatos.

Un jueves en la mañana estaba en la universidad, revisando mis planes  y horarios de estudio. Hacia un día latoso, el cielo estaba gris y no corría brisa. La gente iba y venía –como siempre–. Pensé en lo que haría las próximas horas siguientes en clases. Las habladurías de los profesores me cansaban, tenía que luchar por mantener mis ojos abiertos. Las horas se me hacían eternas. Tan largas y aburridas que pensé vomitaría en cualquier momento. El celular ya no me entretenía y los gestos y bromas entre mis compañeros eran tan absurdas que si en ese momento hubiese tenido una pistola, les disparo a todos ellos.

Días atrás empecé a sentirme extraña; tenía amigos, pero me sentía sola, tenía familia pero no sentía amor, algo dentro de mí no estaba bien. Pensé mejor las cosas y me pareció que no era bueno vivir así: sintiendo un vacío exagerado en todo el cuerpo. Inmediatamente recurrí a varios libros que estaban guardados en la biblioteca de la universidad. Revisé libros de filósofos, sociólogos, psicólogos, hasta alcance a leer varios sobre autoayuda. Sin embargo, ninguno me dio la respuesta que tanto anhelaba. Alcanzando el punto de desesperación, se los expliqué a mis padres. Ellos no comprendían absolutamente nada de lo que les decía; pensaban que era algo que solía pasar en la adolescencia: –Aún no sabes quién eres– dijo mi mamá mientras revisaba sus cuentas sociales en el computador.

Me fui a mi habitación para continuar pensando por qué me sentía tan vacía. Entonces, acostada en la cama un recuerdo fugaz se apareció por mi cabeza: cuando unos hombres en traje y corbata tocaron a mi puerta. Aquellos se hacían llamar testigos de Jehová. Tenían la biblia debajo del brazo y me regalaron una pequeña revista sobre: ¿Qué haría Dios por ti? Aquel momento se transformó en una intensa apatía de mí parte porque nada de lo que me decían era verdad para mí –dejé que terminaran y prometí que la leería–. La revista que me dieron se convirtió en funda para la jaula de los pajaritos y desde ese día no la volví a ver.

Recuerdo muy bien las palabras del hombre cuando se despedía: ¡Cuando aceptes a Jesús, no te sentirás nunca más sola! Éste pues, es la solución a mis problemas. Tengo que aceptar a Dios o a Jesús para dejar de sentir este vacío que cada vez se hace más y más profundo dentro de mi cuerpo.  Me levanté de la cama y corrí fuera  de casa, sabía el lugar de una catedral a unas cuadras, tenía tiempo de llegar.

La catedral era inmensa, por un momento sentí un poco de paz dentro de mí, luego pasaron varias horas y volví a sentirme vacía. Las imágenes y las esculturas en las paredes y los muros me distraían. No puedo negar la extravagancia en algunas imágenes.

Todo era silencioso, por un momento pensé que era Dios quien me hablaba, pero luego supe que era yo misma diciendo que me fuera. En un ábside al otro lado de la nave observé la figura de un santo. La escultura representaba a un hombre de cuerpo fornido, con una aureola dorada sobre la cabeza y una barba grande en la cara. Me llamó la atención su vestimenta; era una túnica amarrada sobre uno de los hombros mientras la tela blanca caía en pliegues y dejaba a la vista su pectoral y parte del abdomen derecho.  

Observé a una señora, que estaba a tres asientos delante de mí, con un rosario entre las manos y la cabeza gacha. Repetí la postura y  bajé la cabeza. Cerré los ojos, intente rezar… pero no sabía cómo hacerlo. Las horas pasaron, me había quedado profundamente dormida.

En ese instante, una mano se posó sobre mi hombro. Levanté la cabeza y miré a mi alrededor, todo había cambiado; las paredes no estaban, las velas, las esculturas… nada, el techo, la catedral, todo desapareció.  Ahora veía una pradera, era tan verde y hermosa que casi se me escapan las lágrimas de alegría. A un lado, se veía un arroyo; tan cristalino que observaba las piedras de colores que eran arropadas por el agua pura y fresca que bajaba de alguna parte.
Más adelante, observé la figura de un hombre, era alto y fornido. Era el santo que había visto en la catedral, pero esta vez, podía moverse, caminar  y hablar. –Hola –dijo en una voz solemne. –Te he estado esperando desde hace mucho tiempo –.

–¿Por qué? –pregunté interesada.
–Simplemente porque eres tú. Has comprendido la esencia de la vida. Te has sentido vacía todo este tiempo.
–Si –contesté confundida –Pero ¿qué tiene que ver la esencia de la vida con que me sienta vacía?
–Que nada en la tierra ni en el cielo pueden llenar ese vacío que sientes. –contestó él sonriendo.
–No creo que eso sea vivir. –Repuse –se supone que la esencia de la vida es para ser feliz.
–y ¿por qué crees que no eres feliz? –preguntó él.
–Por eso vine –contesté –para saber por qué no soy feliz.
–Quisiera darte las repuesta a eso –dijo él moviéndose para darse la vuelta  –pero acá no están. Solo soy producto de tu imaginación. En estos momentos las personas te están mirando horrorizadas mientras subes a mi escultura mientras gritas cosas obscenas. Has perdido la cabeza… solo eso. No es tan difícil comprenderlo.
–Pero estoy aquí… contigo.
–Tu mente está aquí, te separaste de tu cuerpo… y entiendo por qué hermana.

El Santo se fue y no lo volví a ver más. Lo extrañaba tanto, mi querido hermano, el que me comprendía, hablaba conmigo y me quería de verdad. Habíamos hecho tantos planes, cuando él se casara, luego yo… nuestros hijos y sobrinos… ¿Por qué? ¿Por qué es tan difícil aceptarlo?