–En
una semana estará terminado y listo señor Gonzales –. Prometió Enrique López al
respetado señor que permanecía sentado al otro lado de la mesa con su traje de
ejecutivo caro. El restaurante siempre se llenaba al medio día; era la hora
establecida para que los empleados de
las oficinas de alrededor almorzaran. El señor Gonzales afirmó con un leve
gesto de la cabeza. Deseaba tener el manuscrito en las manos. No había conocido
en todo su trayecto laboral, a un escritor tan brillante como Enrique, quien es
conocido con el seudónimo de E.M.
Gonzales estaba feliz y le gusta estar feliz. Las ventas del último
libro: “Las mariposas sin alas”
amasaron una fortuna para la editorial y eso, le ponía muy contento. Ésta fue
la obra más solicitada por el público y
ahora pedían a gritos y casi con desespero la segunda parte. Gonzales tuvo que apurar
al autor y aprovechar el entusiasmo del público. No podían perder esa
oportunidad, así que debían seguir explotando y cavando en esa pequeña mina de
oro. –Muy bien –comentó Gonzales después
de tragar el café bien negro como a él le gustaba –Debemos aprovechar la
emoción de la gentes –explicó a López –Así que ya sabes, nada de salidas y a escribir
mucho… espero el manuscrito en mi
escritorio el miércoles a las diez de la mañana –. Gonzales se levantó
dejándole propina al camarero y un sabor amargo en la boca a Enrique, quien no
se quejó pero si estaba preocupado por el corto tiempo del plazo.
El editor se fue y Enrique esperó
unos minutos para pensar y calmarse. Se levantó y caminó hasta su auto nuevo, un
BMW; muy atractivo a la vista y placentero al estar dentro conduciéndolo. Nunca
en la vida se imaginó que estaría allí, en la cima del mundo, y todo gracias a
unas novelas que detesta. Nunca le gustó la trama, ni siquiera le gusta leer,
mucho menos escribir. Entró a la autopista y a pesar del corto tiempo de
entrega, no podía borrar su sonrisa de satisfacción y plenitud. Imaginar que
con un solo libro publicado con el nombre de E.M se convertiría en un bestseller. Por supuesto él no lo escribió. Pero nadie lo sabía y
se estaba encargando de mantenerlo en secreto.
Dejó el auto en un estacionamiento
privado y caminó otras pocas cuadras hasta la casa. Cada vez que llega, le
entran unos deseos inmensos de mudarse. Detestaba la fachada, el jardín, los
vecinos.., una completa pocilga que compartía con su esposa, pero no podía
mudarse de un día para otro, eso levantaría las sospechas de muchos y por sobre
todo las de Elena. La mujer que había escrito todo y que hizo posible su buena
vida.
Desde que se casaron, Enrique mantuvo un
horrible trabajo como contador en una multinacional de telecomunicaciones y
ella era secretaria en una oficina de bienes raíces. Aunque el dinero era
escaso, el amor, de alguna manera, sobrevivía con ayuda del sexo ocasional y
las pocas veces que se veían y compartían aquella “pocilga”. Sin embargo, algo
en la relación hizo que se convirtiese en una cotidianidad absurda y aburrida.
Enrique deseaba los lujos que la gente en la televisión se jactaba de tener;
autos lujosos, casas en la playa, casa de verano con piscinas, jacuzzis y otra
variedad de cosas que su deplorable sueldo no podía comprar. Mientras que Elena
deseaba formar una familia más sólida viéndole más a menudo y teniendo un bebe.
Pero su esposo, tenía la cabeza enfocada en otras cosas.
Enrique recordó esos momentos de
pobreza y sintió las llaves del auto en el bolsillo de su pantalón, sonrió
levemente y abrió la puerta principal. Se prometió que en cuanto estuviese
listo el manuscrito, dejaría esa casa y a Elena para irse a vivir la vida que
se merecía y tanto deseaba. Entró. Casi vomitó con el olor a mueble viejo y
desgastado que estaban en la pequeña sala. Sintió ganas de patear el más grande
de todos; con el que más se tropezaba en las mañanas de salida y en las tardes de entrada, pero se contuvo.
Escuchó los mensajes de la contestadora. Luego se fijó en varias cartas de
admiradores. No entendía cómo daban con su dirección, aquello no estaba bien.
Tenía que ser lo más precavido posible para que Elena no se diera cuenta. Eran
cinco sobres con distintas direcciones de origen. Las abrió y se sentó en el
desaliñado mueble que deseaba patear. Una de las cartas le pedía que Ana,
Guillermo y Fernar, terminasen en amistad. Enrique sonrió levantando una ceja.
¿Quiénes eran ellos? Se preguntó. No leyó el libro ¿Para qué? Arrugó la carta y
los sobres. Los echó a la basura y dejó de sonreír.
Lanzó un largo suspiro. Caminó entre
el angosto pasillo hasta la última puerta y hurgó entre sus bolsillos del
pantalón y la chaqueta. De ésta sacó una llavecita plateada. Encajó con la cerradura de la manija, apartó
el seguro con un click y abrió la puerta.
–¿Está listo el libro?–
Preguntó
volviendo a cerrar la puerta con total calma y sumo cuidado.
Elena no le escuchó entrar. Desde
hace varias semanas dejó de distinguir los sonidos que se manifestaban en las
afueras de la habitación. Estaba sentada delante de la máquina de escribir, con
la cabeza recostada en la mesa acompañada por una lámpara de luz blanca. Levantó
la cabeza inmediatamente, asustada por la inesperada llegada de su esposo. –Aún
no– contestó tímidamente irguiéndose y colocando las manos sobre las teclas y
la vista en la hoja blanca. –Lo quiero para el miércoles, Gonzales me está
apurando. –explicó él quitándose los zapatos y la corbata. –deja de dormir sino
tengo ese manuscrito perderás la oportunidad de tu vida. –. Ella no dijo nada.
Solo lo miraba cambiarse de ropa en silencio.
Sabía que debía terminar el segundo
libro, para que la editorial lo publicara y así ella comenzaría su carrera de
escritora. Así se lo había explicado él cuando volvió de entregar el manuscrito
al concurso. Comprendía el interés de
Enrique por ayudarla y hacerla que se concentrara en la novela. No la
dejaba salir, ni hablar por teléfono. Había comprado una máquina de escribir
para que no se distrajera con el internet; al principio le había costado mucho
adaptarse a las levantadas y duras teclas de su nueva máquina de trabajo, pero
con el pasar de los días, se volvió toda una experta. A pesar de todo el
interés de su esposo por hacer que se concentrase, estaba empezando a sentirse
asfixiada, deseaba salir un rato y sentir el sol y la brisa. Mirar a otras
personas, escuchar otros sonidos que no fuese el de la cerradura y la puerta. El
primer día en que le pidió que la dejara salir, liberó a una bestia que no
tenía idea que existía. Enrique se volvió loco acusándola de no querer trabajar
por su futuro, de que todo lo que estaba haciendo; el sacrificio y las horas
convenciendo a la editorial para que considerasen su obra, se estaba yendo a la
mierda. Elena se sintió culpable. –Tonta Elena–. Le calmó prometiéndole que no
saldría hasta que terminase y así lo estaba cumpliendo. Permanecía enfrascada
en la historia, absorta en el mundo que había creado y en los diálogos de sus
personajes. A veces pasaba días enteros sin comer y otras veces, noches enteras
sin dormir. Lo estaba logrando, pronto terminaría la obra y su carrera de
escritora se dispararía al éxito. Cada vez que deseaba dejarlo todo y salir
corriendo para no volver más, se obligaba a recordar que desde pequeña deseaba
publicar sus historias. –El trabajo valdrá la pena– se decía y volvía a
presionar las teclas que ya había ablandado por el uso.
–Estoy
trabajando lo más rápido que puedo.
Explicó
sin dejar de mirar la hoja en blanco.
Enrique terminó de cambiarse y afirmó satisfecho.
–Así se hace– dijo. Intentando darle ánimos. Tenía que mantener el engaño.
Había dejado de sentir amor hacia esa mujer tan desaliñada como el mueble de la
sala. Pero al menos a ésta si podía sacarle provecho. A pesar de no ser
creativo ni un gran orador, se felicitó por su audacia en la mentira. Agradeció
el día en que ella le había pasado el primer manuscrito, pidiéndole que lo
llevase a un concurso de literatura en el periódico de la ciudad. El trabajo no
le daba el tiempo para hacerlo ella misma. Él de mala gana, tomó el sobre y
fue. Sin embargo, se equivocó de dirección y terminó en las puertas de la
editorial que patrocinaba el concurso. Una mujer lo atendió y él le explicó que
estaba allí para entregar un manuscrito. La hermosa secretaria de cabello negro
y blusa blanca, asintió levantándose para entrar a una de las oficinas. Luego
de varios segundos, le dijo que pasara. Enrique confundido, dio varios pasos
tímidos hacia el gran despacho. Al entrar, observó al señor Gonzales votando
unos papeles de golosinas a la basura –pasa Robert– dijo distraído. –Pensé que
nunca…–Gonzales había cambiado su expresión de cordialidad a la de un hombre frío
y serio. Se fijó que aquel que tenía cierta similitud con Robert era un total
desconocido.
–¿Quién
eres tú? –preguntó secamente.
–Enrique
López–contestó sorprendido por el drástico cambio de actitud que tuvo el señor–
vine a traer este manuscrito para el concurso.
–Te
has equivocado–dijo Gonzales –esta no es la dirección.
Enrique se disculpó, dispuesto a
marcharse. En ese instante, Gonzales tuvo una ligera sensación de que debía
detenerlo. –Las equivocaciones a veces se dan como oportunidades–. Lo llamó.
Éste se detuvo bajo el umbral de la puerta y se volvió.
–Déjame
ver–dijo y estiró el brazo para esperar el sobre.
En pocos minutos Gonzales ya había pasado
varias páginas. Sus cejas. Grandes y bravas cejas que se contrarían en un
rostro serio y arrugado, fueron ablandándose poco a poco y dejaron a la vista
una expresión de sorpresa.
–Es
increíble –dijo –¿Tú escribiste esto muchacho? –preguntó sin quitar la vista de
las líneas.
–¿Yo?
–Contestó Enrique a punto de lanzar una carcajada.
–Es
la mejor historia que he leído en años –le interrumpió –durante toda mi carrera
solo tres escritores han conseguido impresionarme y ahora contigo son solo
cuatro… No necesitas llevarlo a ningún concurso, si quieres ya mismo firmamos
un contrato para publicarlo.
–¿Ya?
–exclamó incrédulo. Para él las historias que escribía Elena eran patéticas y
aburridas. Era increíble que le gustaran a alguien más.
–Sí–contestó
Gonzales excitado. Era un hombre que demostraba a la perfección su estado de
ánimo y en ese momento estaba entusiasmado. –Sacaremos quinientas copias.
También le haremos publicidad por internet. –se detuvo un segundo y le miró
fijamente a los ojos, esta vez con una mirada seria y profunda –¿Tú lo
escribiste verdad?
Enrique vaciló por un instante.
Entonces, se imaginó el dinero que obtendría de quinientas copias vendidas.
–Sí
lo traje yo –explicó sonriente y gracioso. –Nunca me alejo de mis cuentos…
Así fue como Enrique López se convirtió
en E.M y Elena se convirtió en el anónimo fantasma engañado. Enrique le había
dicho que ya estaba en el concurso, pero que habló con uno de los editores y
éste le dijo que si sacaba una segunda entrega, podrían tener la posibilidad de
publicar los dos.
Enrique salió de la habitación y volvió
a cerrar con llave. Elena del otro lado lanzó un suspiro, volvió la vista hacia
la página blanca aferrada a la máquina y luego a la gran pila de hojas ordenas que
poco a poco se convertía en un manuscrito. Buscó las palabras para continuar la
narración y justo en ese momento, escuchó un sonido extraño cerca. Era
constante, bajo pero llamativo. Giró la mirada hacia la cama, observó la camisa
y el pantalón que había dejado Enrique. Se levantó siguiendo el sonido. Apartó
la camisa azul celeste y el pantalón. El celular vibraba desesperadamente
avisando la entrada de un nuevo mensaje. Ella lo tomó apurada. –Un poco de
distracción no le haría daño a nadie– pensó. Abrió el mensaje: –quieren convertirla en película… la idea de una trilogía es muy buena–
Elena leyó el mensaje completamente extrañada. Miró el nombre del contacto: Gonzales. ¿Cómo era posible? Salió de
los mensajes y abrió internet. Algo en ese mensaje le parecía muy sospechoso.
¿Gonzales? Dudo un momento, así se llamaba el editor. ¿Quieren convertirla en
una película?
Escribió, dudosa en el buscador el
nombre de su historia: Las mariposas sin alas. Elena se tardó pocos segundos en
descubrir la verdad en esa pequeña ventana que abre las puertas al mundo. –La mariposa sin alas –leyó – es un bestseller del escritor anónimo, mejor
conocido como E.M que se ha convertido en la sensación del momento… Muchos
fanáticos esperan con ansias la segunda parte, deseando saber qué será del
destino de Ana, Guillermo y Fernar. Elena releyó las líneas sin poder
creerlo. No podía ser cierto, descubrió que su esposo le había robado su
historia, su vida y los logros que por tanto trabajo tenían merecido. Sintió
unas inmensas ganas de vomitar, de gritar, de llorar. Se sintió ultrajada y
violada. Completamente engañada. Respiró profundo. Comprendió que el amor que
supuestamente sentía él, era solo de interés. La había encerrado en casa y ella
como una idiota se había dejado manipular. Dejó el teléfono en su sitio y
volvió a poner la ropa encima. Regreso a su asiento, devastada y aturdida. Descubrió
la clase de persona con la que compartía ese matrimonio arruinado. Arrancó
furiosa el papel que estaba enroscado en la máquina y lo arrugó
desesperadamente, luego lo lanzó hacia la puerta en un gesto de furia
desmedida. Observó el manuscrito, deseaba destrozarlo, vengarse de Enrique
destruyéndolo en mil pedazos. Pero no, no era la manera. Si lo destruía,
arruinaría su propio futuro. Pensó por un momento la forma adecuada para empezar la venganza,
una rápida y dolorosa. Tenía que pagar por su engaño y debía hacerlo pronto.
Inmediatamente, algo se le ocurrió. Sonrió por un instante, no debía sonreír
pero lo hacía. Miraba con malicia el manuscrito mientras conectaba los puntos
del perfecto plan que se le acababa de ocurrir.
Enrique abrió la puerta apurado; cruzando
la esquina de la manzana se fijó que le faltaba el teléfono. En el recorrido,
se imaginó a Elena con el teléfono, llamando a sus amigos, familia o peor aún,
navegando por internet. Pero nada de eso ocurrió. Miró a Elena sumergida en la
historia, estaba tecleando sin parar, como si no estuviese en ese mundo. Fue
directo a la cama y removió la ropa, ahí estaba. Lo tomó mirándola con recelo.
Ella no hacía nada más que escribir. Entonces, a varios pasos de la puerta,
ella lo llamó.
–Está
terminado– dijo indiferente. Él se sorprendió por su apagada reacción. Pero no
le prestó más atención en cuanto observó la fila de hojas agrupadas y listas
para ser entregada. Sonrió alegremente, se acercó y tomó el manuscrito. Se
imaginó la gran casa que se compraría, la hermosa esposa con la que se casaría
y todos los lugares a los que se iría de viaje y de vacaciones. Al fin dejaría
a esa mujer aburrida.
–Lo
llevaré al señor Gonzales– contestó y se giró colocando el gran documento
debajo de su brazo.
–¿Y
no sería mejor que te acompañe? –preguntó Elena fingiendo sorpresa. –Pensé que
al terminarlo podría ir contigo y conocer al señor Gonzales.
Él
lanzó un suspiro de fastidio y luego la miró tratando de fingir cariño.
–Es
mejor que te quedes y descanses –dijo –mírate… te ves muy casada, date una
ducha y come algo. Pronto conocerás a Gonzales y te convertirás en la escritora
bestsellers.
Elena bajó la mirada, no por
sumisión ni timidez como él creía, sino para ocultar la inmensa rabia que
sentía y no quería que se le escapara por los ojos. Ella afirmó, empezando a
ponerse roja de furia. Enrique le dio un beso rápido en la cabeza. Finalmente salió
y dejó la puerta abierta. Elena recogió
su cabello colocándolo delicadamente detrás de una de sus orejas y miró
fijamente a la puerta abierta. –me engañaste– dijo con un profundo odio en las
entrañas.
–¡No
le gustó Elena! –entró Enrique con cara de decepción. Sin embargo, aquello era
una vil mentira. Le tomó toda la tarde enseñarle el manuscrito a Gonzales, quien estaba
encantado con la historia y la rapidez
con que la había terminado. El hombre regresó a casa con un contrato firmado
donde daba la autorización de imprimir diez mil copias, traducirlo a cinco
idiomas y hacer una película basada en el título de la obra. Tanta felicidad no
cabía dentro él, pero debía controlarse y fingir que tanto esfuerzo no había
dado frutos, debía fingir decepción y frustración.
De regreso, con una gran sonrisa en la
boca. Respiró aliviado porque ya su misión había terminado; se olvidaría de su
vieja vida, de su asquerosa casa, del apestoso mueble desaliñado y de su
aburrida esposa. Llegó hasta la puerta de la habitación, estaba abierta. Se dio
un pequeño golpecito en la cabeza por lo tonto que fue al irse sin cerrarla.
Pero ya no importaba, estaba a varias palabras de ser libre: –Te dejo Elena,
nuestro matrimonio no funciona, me voy… nunca te he amado– tenía pensado
decírselo así, sin ton ni son, sin ninguna pizca de compasión, solo decirlo y
marcharse para nunca volver.
–¿No
le gustó? –preguntó Elena detrás de él.
Enrique dio un respingón del susto
que le causo su repentina aparición. Se giró sorprendido. Ella estaba vestida con
ropa de salir y parecía muy tranquila.
–¿Saliste
de la casa? –preguntó él preocupado. Temía que se enterase pronto del robo que
le había hecho. No deseaba enfrentarse a un juicio tan rápido. Primero tenía
que disfrutar el fruto de su engaño.
–Te
estaba esperando –contestó ella sonriendo levemente.
–Lo
lamento Elena, pero a Gonzales no le gustó…–intentó decir. Dejó de hablar al
ver el rostro comprensivo y alegre de su esposa. No comprendía por qué esa
reacción ante una noticia de rechazo.
–Preparé
tu comida favorita–continuó ella –Puré de papa con bistec a término medio.
–¿Estás
bien? –preguntó él confundido. Era muy extraño que cambiase un tema tan
importante como ese al de explicar lo que preparó en la cena.
–Me
engañaste –contestó ella sin dejar de sonreír.
–¿De
qué estás hablando? –empezó a ponerse nervioso. –No entiendo qué me dices.
Ya era suficiente, debía salir de
allí y pronto. Tenía que escapar y
desaparecer para siempre.
–Me
enteré por un mensaje de tu celular cariño –prosiguió ella –lo sabía desde el
momento en que te entregué el manuscrito. Ya no finjas. Lo sé todo… E.M.
Enrique sintió los latidos de su
corazón acelerarse, sus manos comenzaron a sudar y su expresión era como la de un perrito bajo
una lluvia de fuegos artificiales.
–La
policía– exclamó luego de varios segundos en silencio. Llamó a la policía y ya
estaba en camino. Pensaba aterrado. No era capaz de ir a la cárcel, no podía
pasar sus días en un… Pero un momento, ella no tenía cómo probarlo, no tenía
cómo demostrar que esas historias eran de ella… Volvió a preocuparse. Ella
sonrió un poco más y movió la cabeza en modo de negación. Parecía disfrutar del
miedo que causaba sobre él. Pero lo calmó negando la posibilidad de involucrar
a la policía.
Entonces, Elena dejó a la vista su mano
derecha, la que había permanecido en su espalda todo ese tiempo en el que
conversaron. Enrique palideció al verla sosteniendo ese enorme cuchillo. ¿Acaso
se había vuelto loca? Permaneció quieto por un instante, tratando de comprender
si aquello era solo una estrategia para asustarlo o buscar una confesión. Ella no
era así, no sería capaz.
–Deja
eso–ordenó, intentando sonar con autoridad. Sin embargo, el brillo de su frente
causado por el sudor frío lo delataba.
–¿Alguna
vez sentiste algo por mí Enrique? –preguntó ella intentando controlar la rabia que deseaba
explotar. –¿Amor, cariño, deseo? ¿Algo de eso?
–Es
mejor que bajes el cuchillo y hablemos…
Enrique no tuvo tiempo de predecir
el rápido movimiento de Elena. Sintió el cuchillo atravesándole el pectoral
izquierdo y de allí, continuó deslizándose hacia abajo, cortando los tejidos y
la piel, muy profundo, hasta que la piel tocó el mango negro. Lo sacó de un
jalón. Enrique lo vio y lo sintió. La sangre empezó a chispear y a desbordarse
por la profunda herida.
–¿Alguna
vez sentiste algo por mí Enrique? –volvió a preguntar Elena borrando la sonrisa
de su rostro y mirándolo con odio. El cabello le cubría media cara, pero la
mirada de su único ojo descubierto era suficiente para darse cuenta de todo el
odio y la rabia que sentía.
–Elena…–dijo
él atónito.
Otra vez, con más fuerza que la
anterior, volvió a clavar el puñal en el centro del pecho; quería una
respuesta, no que la convenciera, solo un sí o un no. Enrique lanzó un alarido
ahogado. Perdió las fuerzas en las piernas y la sangre que corría por sus venas,
se desvanecía por la superficie de su camisa limpia. Cayó de rodillas, mirando
desconcertado, a esa mujer desconocida. Intentó gritar, pero solo consiguió
vomitar más sangre.
–¿Alguna
vez sentiste algo por mí Enrique?
El aire se le escapaba de los
pulmones, empezó a tener mucho sueño y a sentirse débil y mareado. Escuchó esa
pregunta una y otra y otra vez. Entonces,
negó con la cabeza –no– contestó con el poco aliento que le quedaba. Elena lo
sabía, pero solo deseaba confirmarlo. Aunque la respuesta le dolió, la aceptó
resignada y se alejó por el pasillo. Enrique se desplomó y sobre el suelo
observó a su esposa caminar hacia la cocina. Escuchó la llave del grifo
abrirse. Estaba lavando el arma. Lentamente dejó de temblar de miedo y de
dolor…dejó de sentir, dejó de vivir.
Elena limpió toda la casa
minuciosamente. Lavo el cuchillo y lo guardó en el lugar que le correspondía en
la cocina. Desempolvó el mueble y arregló las flores en el florero. Desde su
aislamiento, la casa había estado abandonada, dándole tiempo a las telarañas y
al polvo esparcirse por todas partes. Al finalizar, se metió a la bañera y se
dio un largo y placentero baño; luego de tanto tiempo al fin podía descansar el
cuerpo en el agua. Descansar la mente, dejarse llevar por el cansancio y la
fatiga, disfrutar de un relajado momento, con la mente en blanco, sin presión y
sin miedo.
Gonzales pasó toda la noche leyendo
y revisando el manuscrito, fue cuando se quedó con una gran duda que el final
le había dejado. Aquello no era un final, no estaba ni cerca de serlo. La
historia de los personajes quedó a la mitad, sin terminar, en el limbo, como si
viniera una tercera parte. El hombre se enfureció, ese no era el trato y ya
había firmado el contrato. –Menuda mierda– exclamó frunciendo el ceño y
juntando sus cejas inmensas. Esa mañana llegó a la oficina, exhausto y
estresado. Enrique no contestaba el teléfono. No podía controlarse, luego de
abrir un caramelo, se lo llevaba a la boca e inmediatamente ya estaba abriendo
el otro; era adicto al azúcar y esos momentos de estrés empeoraban su adicción. Intentó la llamada una
vez más. Nadie contestaba, dio un golpe de puño cerrado sobre el escritorio de
cristal, las cosas temblaron ante su furia; de alguna manera tenía que liberar
toda esa frustración. En ese instante, su secretaria llamó por el
intercomunicador.
–Una
señora quiere verlo –explicó.
–No
tengo tiempo para eso –bufó Gonzales –¿No te ha llamado López?
–Su
esposa está aquí.
Gonzales dejó de mover el caramelo
que bailaba de un lado a otro dentro de su boca. Quedó sorprendido. No sabía
que Enrique estaba casado. Pidió que la dejara pasar. A pocos segundos, Elena
abrió la puerta y ya se estaba presentando ante el famoso señor Gonzales.
–Qué
sorpresa –contestó él tirando los envoltorios de caramelos en la papelera
–Enrique nunca me habló de usted… la verdad es que nunca me dijo que estaba
casado.
–No
me sorprende –dijo Elena con una expresión de sentirse afligida por la noticia.
–¿Dónde
está Enrique? –quiso saber.
–Me
hago la misma pregunta –contestó Elena dejando escapar un suspiro de
resignación.
–¿A
qué se refiere? –preguntó confundido.
–Lo
que le voy a contar me apena de verdad señor Gonzales –empezó ella
–Recientemente descubrí el gran engaño que mi esposo mantuvo en estos últimos
meses.
–No
la entiendo.
–Fíjese
que Enrique nunca ha sido escritor, apenas podía escribir la lista de compras.
–Sigo
sin entender–contestó Gonzales empezando a perder la paciencia –vaya al grano.
–Lo
que quiero que entienda es que Enrique no escribió ninguno de los libros que se
han publicado con su nombre.
–¿Qué?
–exclamó él indignado. –Pero su acusación es absurda, Enrique era un buen
hombre, solo escribía…
–Permítame
y confirmo que mi acusación tiene veracidad. –Le interrumpió Elena con suma
calma –El día de ayer, Enrique se acercó a usted afirmando que ya Las horas del cielo, estaba terminado. Sin embargo, imagino que
llegó hasta la última página y la trama quedó inconclusa.
Gonzales llevó el dedo índice debajo de
su mejilla pensativo. Era cierto, la historia había quedado inconclusa.
–Fue
cuando descubrí lo que estaba haciendo, me hacía escribir prometiéndome que
tenía a un agente esperando la obra para publicarla. Entonces me enteré que
solo se aprovechaba de mí, así que le mentí diciendo que ya la historia estaba acabada.
–¿Fue
usted quien escribió esto? –preguntó Gonzales escéptico. –¿Cómo le voy a creer?
–Busque
en el manuscrito, en la página once y en la cien, pequeños párrafos que escribí
con lápiz grafito y luego de leerlos, usted me dirá si me quiere creer o no.
El hombre sacó el manuscrito del
maletín, se colocó los lentes y apretó las cejas para leer el mensaje que había
encontrado en la parte de atrás de la página once.
Soy
Elena López, conocida como E.M por mi nombre de soltera: Elena Méndez. Le pedí
a mi esposo Enrique que entregara el manuscrito de Las mariposas sin alas al
concurso que había hecho el periódico de la ciudad. Gonzales recordó que
Enrique había llegado a él por una confusión de direcciones. Cambió la página y
continuó leyendo el otro párrafo: Por más
de once meses me mantuvo encerrada en la habitación de nuestra casa,
obligándome a escribir para terminar el manuscrito que usted tiene en las
manos. Mañana me presentaré ante usted, y le aseguro que leerá estas palabras
teniéndome a mí delante.
E. M.
Gonzales dejó caer el manuscrito
sobre el escritorio. No sabía qué decir ni qué pensar. No podía rechazar la
explicación de la mujer; era obvio que ella tuvo el manuscrito en sus manos
antes de que llegase a las de él. Sin ninguna duda ella escribió esas palabras
pues fueron escritas para ser leídas en
ese preciso momento. Se sintió un poco
culpable. La presión que hacía sobre Enrique lo llevó a cometer esa terrible
tortura de encerrarla y aislarla por tanto tiempo. Elena se agarró de esa
terrible historia, comenzó a sollozar y pidió disculpas. Gonzales abrió una de
las gavetas y sacó una caja de pañuelos. –Parecía normal que un editor tuviese
pañuelos para las lágrimas–. Elena lo
hizo bien, se sonó la nariz y fingió que le costaría tiempo reponerse de
aquella dolorosa experiencia.
–Ese
desgraciado tiene que pagar –rugió el hombre dando un golpe sobre el escritorio
con la palma abierta. –Llamaré a la policía –. Tomó el teléfono.
–No.
–Exclamó Elena –por favor no lo haga… por más que me haya hecho daño, aún
siento algo por él y me destrozaría verlo en prisión. –mintió.
–Pero
señora –contestó Gonzales sorprendido –Tiene que pagar por sus acciones.
–Créame
–dijo Elena tratando de ocultar una sonrisa de satisfacción –ya lo ha hecho –.
Tragó saliva y se removió en el asiento –Anoche le dije que si no se iba de la
ciudad y olvidaba todo, lo acusaría con la policía… él me pidió perdón y se fue
muy lejos, dejó todo lo que tenía y eso ya es un gran castigo… empezar de cero.
–Muy
bien señora López –asintió Gonzales –me parece justo que él se vaya y usted
recupere lo que le pertenece… Insisto en que continué la historia que aún no
está terminada.
–Por
supuesto –afirmó Elena sonriente.
–Pero
ésta vez, los libros tendrán su rostro... E. M. Es mujer. –dijo él y se metió
un nuevo caramelo sabor limón a la boca.
Elena volvió a sonreír con
satisfacción. Dio un fuerte apretón de manos a su editor y salió de la editorial
con un contrato firmado y con una nueva vida por delante. No volvería a ver
atrás porque no valía la pena. Tenía la consciencia tranquila y solo deseaba
vivir el gran futuro que le esperaba. Se fue en el BMW hasta la nueva casa que
había elegido Enrique unos días atrás. Elena al fin gozaría del fruto de su
trabajo sin nadie que se aprovechara de ella.
Meses después.
La familia Martínez estaba ansiosa
por vivir en su nueva casa. Era mediana pero acogedora y perfecta. El
vecindario era tranquilo, limpio y había espacio de sobra en el patio para que
los niños jugasen con la pelota.
Álvaro Martínez bajaba las cajas de la
camioneta, mientras que los pequeños junto a Tobi, un pastor alemán de cinco
años, corrían por todas partes persiguiendo una pelota de futbol. –Vayan al patio–
gritó Amelia un poco obstinada por el griterío y el cansancio que un día de
mudanza podía causarle a una madre de tres niños pequeños.
Estos se fueron disparados hacia el
patio trasero. Uno de los niños tropezó rondando por el césped. Las risas no paraban
y la pelota continuaba deslizándose sobre el suelo. Tobi empezó a seguirla pero al
cabo de un rato ignoró la redonda figura y empezó a olfatear la tierra. Llegó hasta
unos arbustos medianos y empezó a cavar con sus grandes patas. Álvaro vio lo
que hacía el perro –arruinará el césped– exclamó irritado. Se apuró y lo tomó
por el collar. –No te acostumbres Tobi– dijo jalándolo con fuerza pero a la vez
con delicadeza; como un padre a un hijo. –Mamá plantara nuevas flores… no
arruines el suelo–. Las risas se acabaron y el día se apagaba. Todos fueron
dentro de la casa. Álvaro cerró la puerta y dejó a Tobi ansioso mirando hacia
los arbustos. La familia pensó que era
por la emoción y su actitud juguetona. Pero no entendían a Tobi, no comprendían
los movimientos de su cola, el desespero de sus pequeños chillidos y sus ansias
por salir. No comprendían que el perro veía algo más entre la tierra que solo
tierra para cavar y ensuciarse. Tobi veía unos dedos tiesos… unos dedos fríos y
ensangrentados asomarse desde la negra tierra. Los dedos de un cadáver. El
cadáver de Enrique López.
Que buena historia, no paré de leer. Ojalá que lleguemos a ser como la verdadera E.M. ¡Que creatividad y pureza para escribir tienes, te felicito!
ResponderEliminarMuchas gracias, por supuesto, con mucho trabajo y dedicación conseguiremos ser como E.M ;) Saludos.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar