miércoles, 30 de marzo de 2016

Minutos ahogado



Cada cinco años debo volver a la casa materna para compartir con la familia. Éste es el método más antiguo que ha prevalecido a través de todas las generaciones y, que por ningún motivo podemos faltar, ya que sería una ofensa para nuestra madre.            Desde la época colonial, nuestros ancestros empezaron a reunirse entre los hermanos y los hijos, luego poco a poco la familia fue creciendo y estas reuniones han sido el motivo para mantener contacto con todos ellos.
            Cuando era muy pequeño, me di cuenta de algo muy extraño; me fijé que cada madre y padre, han tenido en sus matrimonios la cantidad de cinco hijos, pero el cuarto en determinada edad  fallece por extrañas circunstancias. Nuestra familia tiene una gran cantidad de bienes materiales e inmuebles de altos costos, como también propiedades en el extranjero y otras islas muy concurridas.
            Esta vez nuestra reunión se llevará a cabo en Caracas.  Mis padres, tíos y abuelos me han catalogado como el hijo de la suerte, pues soy el número cuatro entre mis hermanos y aún sigo en pie. La abuela Eva me repetía que yo sería el que salvará a la familia... aún sigo sin comprender. Todos estábamos entusiasmados por volver a vernos, mis hermanos me escribían, recordándome por décima vez que no faltara. Llegué a la ciudad agotado por las doce horas de viaje interminables, pero a pesar del cuerpo agotado, estaba por dentro lleno de júbilo y emocionado por ver a mamá; quien para mí es la mujer más perfecta y hermosa del mundo. También ver a mis hermanos, primos y sobrinos que están pequeños y nuevos en el mundo. Lamentablemente soy el único que no puede concebir hijos y alcancé un momento en mi vida que ya no deseaba seguir intentándolo para no ilusionarme en vano. Mi ex esposa y yo nos rendimos al tercer año de matrimonio y ahora, estamos divorciados.
            El sol ya se había puesto y la magnífica casa de mamá brillaba en todo su esplendor; con el jardín recién podado y la alegría de sus flores alrededor. Al parecer, solo faltaba yo, pues el ruido de dentro era de júbilo y gozo, la música estaba a un volumen moderadamente alto. También se encontraban mis hermanos con sus parejas respectivas y sus hijos pequeños dando vueltas por doquier. Mamá me abrazó con fuerzas, estaba canosa y las arrugas le daban cierto estilo de esponjosidad delicada. Saludé a casi todos, la casa estaba abarrotada de gente y olvidé, apenado, los rostros de varios familiares lejanos que había dejado de ver desde la infancia. De repente aparecieron otras personas en la edad senil a quienes no estaba seguro de haber conocido antes.         Johana, mi hermosa madre, me entregó una copa con vino rosado traído de Francia, delicioso diría yo. Luego de haberla tomado y de haberme distraído conversando con mi querido primo Pedro, noté que el vino me había hecho efecto, pues empecé a sentir una sensación de mareo. Se me hizo muy extraño, considerando mi estado de persona sana, que no se embriaga con una copa de ningún licor.
            Mamá se dio cuenta y me llevó hacía una de las sillas, prometiéndome una de sus infusiones de té para calmar mi estado. En pocos segundos me di cuenta que otra persona estaba sentada a mi lado, era una señora de muy avanzada edad, con el cabello corto y plateado, las arrugas estaban en todo su rostro. Fue cuando comprendí que se trataba de mi difunta abuela Eva. –¿qué haces aquí abuela? –pregunté muy confundido con la lengua casi dormida. Aunque, debido a la imposibilidad de que los muertos regresasen del más allá, supuse que por causas de mi estado, se trataba de una mujer anciana parecida a mi abuela.  –Pronto acabará todo querido Alberto – dijo la abuela. Era ella, aquel tono que le ponía a la A de mi nombre cada vez que me llamaba, era inconfundible. –Te prometo que no sentirás dolor – continuó diciendo. Sus palabras se empezaron a escuchar como si tuviesen ecos. –Ya es momento de que salves a tu familia, mi querido nieto–. Enarqué una ceja en forma de confusión. En ese instante  dejé de sentir la lengua y casi todas las extremidades de mi cuerpo. Levanté la mirada a la sala y me fijé que la música había callado y que todos estaban reunidos a mí alrededor, mirándome como si estuviesen esperando algo.
            Mamá y Pedro se acercaron –ya es hora –dijo ella. Los dos me llevaron de los brazos hacia otra habitación. En ella, varias velas estaban colocadas de forma lineal y circular, alrededor de una tina sucia que nunca antes había visto en casa y que parecía ser muy antigua. Estaba llena con agua. No podía preguntar qué ocurría, apenas de mi boca se escapaban unos balbuceos incoherentes.  Pensé en correr, pero mi cuerpo ya se tambaleaba de un lado a otro y no podía permanecer en pie, de no ser porque mi madre y Pedro me sostenían me hubiese caído al suelo.
            La cabeza me daba más vueltas. Todos se colocaron alrededor de las velas y uno por uno se acercó a la tina. La abuela sostenía una daga con mango de oro e incrustaciones de esmeraldas negras. Cada uno se cortó con ella la palma de la mano y se alejaba lentamente, luego de haber dejado caer una gota de sangre en el agua de la tina. Al finalizar, unas manos me arrebataron de un fuerte jalón la camisa, dejando así, mi pecho expuesto. Mi abuela se acercó y sin poder hacer nada, debido al efecto de la droga en mí. Marcó una larga línea con la daga sobre mi pecho. Me introdujeron en la tina. El líquido estaba frío, todos se alejaron y dieron inicio al ritual. Mamá me tomaba con sus manos debajo de la cabeza para evitar que me hundiera por completo. Escuché a la abuela hablar en voz alta y firme.
–Tus serviles te imploramos, ¡oh gran Maestro! Que aceptes éste sacrificio en nombre de la casta Rodríguez. El cuarto hijo de la primogénita de la novena generación. Se te es ofrecido para que sacies tu hambre y tu sed. ¡Oh Maestro! Que llenas de poder a tus servidores, te imploramos aceptes nuestro sacrificio, como muestra de lealtad y de amor a tus acciones.          Que tus fuerzas no desfallezcan y tu poder se duplique en contra de las maldiciones que amenazan nuestra leal casta.
Sírvete de la carne… sírvete de la carne –empezaron a repetir todos con firmeza y voz alta.  No pude escuchar más -sírvete de la carne- pues mí horrorosa madre me tomó de mis hombros sin fuerzas –sírvete de la carne- y hundió mi rostro en el agua.
            Observé su mirada fría; dispuesta a entregarle la vida de su cuarto hijo al demonio maligno al que la familia ha servido desde las primeras generaciones. No podía respirar y mi interior empezó a desesperarse –sírvete de la carne-. Mis pulmones me exigían aire, mi boca se abrió y mi cuerpo se tensó, el agua entró por los orificios de mi nariz expandidos y mi garganta tragaba involuntariamente. Me dormí lentamente mientras la miraba con desprecio. La odie a ella, a la abuela, a Pedro y a mis hermanos, los odie a todos por mentirme –sírvete de la carne…
            Pasados varios minutos bajo el agua, empecé a sentir mi cuerpo y el agua fría. Me levanté. Ni las velas ni las personas a las que ahora desprecio con todo mi ser se encontraban en la sala. Salí del agua. No estaba respirando. Escuché un ruido detrás de mí. Observé a una linda niña. Estaba de pie mirándome con suma inocencia y hermosura. Un rostro angelical ­–Sírvete de la carne- se escuchó en ecos. Di varios pasos hacia ella.
–¿Dónde estoy? –le pregunté. Ella sonrió y al verla, mi piel muerta se espantó.
–Bienvenido a mi casa cuarto hijo–dijo mientras mostraba sus filosos dientes, de la cual chorreaba abundante sangre, fue cuando comprendí, que aquella sangre, era la de mí pobre tío Francisco; aquel que según todos, había muerto ahogado en la piscina de su casa.
–Sírvete de la carne.
             


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